Un rigor inusual últimamente en el género documental, y un ritmo y un suspense propios del mejor cine de ficción, hacen de Murderball una de las películas más apasionantes del año
Los documentales constituyen por definición aproximaciones a la realidad más concretas que las ficciones. Y, sin embargo, suelen ser pasto paradójico de creadores y espectadores expertos en manipular su sentido y someterlos a su ideología. A la falsedad. Alrededor del género han proliferado tradicionalmente los mercachifles de lo necesario, la conciencia, el compromiso, la tolerancia, la igualdad, la memoria... ese tipo de valores que sirven al único propósito de sublimar colectivamente la indiferencia y la mezquindad individuales, a través de proyecciones, coloquios, festivales y jornadas; y que de paso desvirtúan un género que exige como ninguno abarcar la vida en toda su complejidad, y no pergreñar catarsis éticas que, sin importar si tienen como protagonistas a niños iraquíes, pingüinos republicanos, musulmanes gays o feministas con tres cabezas, permitan al público cubrir sus harapos íntimos con los oropeles de la bondad.
Por eso Murderball supone una extraordinaria sorpresa, y más teniendo en cuenta su punto de partida, que hacía temer lo peor: la película de Henry-Alex Rubin y Dana Adam Shapiro se centra en la selección nacional estadounidense de quad rugby o rugby cuadrapléjico. Un deporte que se juega en sillas de ruedas, y cuyos practicantes comparten un terrible pasado que han logrado superar con gran esfuerzo. Pero no hay en este drama real sitio para la palmadita en la espalda, ni para la queja y la denuncia, ni para esos planos interminables y obscenos de infelices sobreactuados que lloran, asienten con una sonrisa, miran al cielo o recuerdan anécdotas banales hasta la exasperación; el guión prefiere seguir la carrera profesional de estos deportistas entre los Juegos Paralímpicos de 1996 y 2000; atender a la rivalidad entre los equipos de Canadá y Estados Unidos, máximos representantes del quad rugby; y marcar de cerca a dos de los actores de la historia: un jugador especialmente agresivo llamado Mark Zupan, y Joe Soares, entrenador de Canadá por despecho. Es decir, trata con respeto y verdadera atención a las personas que documenta, sin emplearlas como excusa de ningún discurso prefabricado.
Las tres líneas argumentales citadas se entrelazan armónicamente hasta el desenlace gracias sobre todo a las excelencias del montaje y la banda sonora, que además hacen pasar el metraje en un suspiro. Y en ellas se van engarzando sutilmente la cotidianeidad, el entorno afectivo, las debilidades y las grandezas de los inválidos. El resultado es de una vivacidad y una emoción como hacía tiempo que uno no sentía en el cine, siempre sin asomo alguno de manipulación. Un canto a la superación personal lleno de coraje y hasta de rabia –es dudoso imaginar otra nacionalidad a Murderball que no sea la estadounidense-, que a la vez no elude los aspectos más discutibles de esa manera de pensar. Y la mejor película sobre el deporte de competición vista desde Un domingo cualquiera (Oliver Stone, 1999).
De modo que Murderball, como todas las grandes películas, escapa a los yugos genéricos o ideológicos y deviene, simplemente, un fragmento de vida especialmente inspirador y honesto, abierto a muchas lecturas, que por suerte para los cinéfilos ha seguido la vía de la expresión audiovisual. Las razones por las que se ha estrenado en España de una manera tan lamentable –en Madrid, concretamente, en un solo cine donde no es habitual la v.o.s. y casi sin publicidad- escapan a la comprensión de este crítico. O es una puerta a la posterior exhibición en DVD, o quienes se ha ocupado de la distribución de la película deberían ser azotados en la vía pública.