Alguien concibió una vez el cine como el instrumento ideal para vivir historias imaginarias. Para hacernos participar en sueños de la humanidad, para ofrecernos aquello que la ficción no prestaba a la realidad, narraciones de hombres que se enfrentaban a un mundo imaginario en el que sucedían cosas imposibles. Alguien no obstante, frente a esta visión del cine vio en él un instrumento de expresión para emociones, historias mundanas con que retratar dolores cotidianos, reflejar situaciones personales y darle así la expresiva función que justifique su denominación de séptimo arte.
Claramente, Las Horas se encamina por la segunda opción. Y dentro de esta, sufrimiento puro, sin más vocación que el drama, sin profundizar en los hechos, en el por qué, en el para qué, sino en meras emociones casi provocadas por algún desajuste físico que provoca que personas que podrían llevar una vida más feliz -aquí la mayoría de los lacrimosos personajes lo tienen todo, y lo saben- se involucren en una propia visión del pesimismo, una visión trascendental de la vida lo suficientemente depresiva para hundirles -y tratar de hacer lo propio con el espectador- ajenas a los beneficios de la moderna psicología y la química del Prozac (aunque esta afirmación sea anacrónica en algunos casos de la cinta, sirva de consuelo para el espectador).
Todo ello se cuenta partiendo de un libro, de la literatura de su protagonista, la deformada para la ocasión -y generalmente preciosa, mérito grande el de maquillaje- Nicole Kidman. Interpretando a la trastornada escritora Virginia Woolf, se dibuja como personaje central al escribir una obra que influirá en la vida de la segunda protagonista (Julianne Moore, depresiva profesional) y a su vez en Meryl Streep, moderna encarnación de la vida descrita por Woolf. Con un ligero juego que nos hace dudar de su función real (¿qué son, personajes del libro o simplemente personas con similitudes con lo que allí se cuenta?), todos quedan encadenados por eso: el dolor, la pena, la angustia, la propia opresión...
Con este insano objetivo, el reconocido Stephen Daldry, quien llevara al éxito recientemente la vida de Billy Elliot, abandona todo ejercicio de optimismo ante una dura realidad a la cual vencer. Aquí, la historia es la de una derrota melancólica a partir de la cual limitarse a mostrar el dolor. Con maestría, sí, con buenas dotes de dirección, banda sonora hecha para desgarrar, y planos y más planos de silencios, miradas suicidas y ganas y más ganas de recrearse en el sufrimiento existencial. Podrá ganar 9 Oscars de las nueve nominaciones que tiene -haría justicia, más por trayectoria que por el papel, la de Nicole Kidman- pero este drama es casi pernicioso, una innecesaria e injustificada ansia por ofrecer tristeza apta sólo para lacrimosos trascendentes, y ni tan siquiera para los aficionados a la lágrima fácil.
Una pena. Y además de verdad.