Para analizar hasta qué punto los Estados Unidos de América están sumidos en una decadencia como nación que amenaza su status de superpotencia y el equilibrio de poderes a nivel global, no es necesario remitirse a las primeras planas de los periódicos, los libros de Noam Chomsky o los documentales de Michael Moore. Basta con saber que Virgen a los 40 ha sido una de las películas más taquilleras del verano en aquel país y, aun más, que ha sido considerada por la crítica nativa de lo mejor que se ha estrenado este año.
Porque la torpeza, la zafiedad y la carga reaccionaria del guión de Judd Apatow -también culpable de la realización- y Steve Carell -responsable además de encarnar el papel principal- es de tal calibre que hay que remontarse a las comedias de Mariano Ozores o Álvaro Vitali para poder establecer una comparación adecuada. O, sin ir tan lejos, a bodrios norteamericanos recientes como 40 días y 40 noches y La cosa más dulce, con los que Virgen a los 40 comparte casi todo: la idea feliz, en este caso la de un tipo (Carell) que ha llegado a la madurez encapsulado en una vida infantilizada y sin sexo, algo que intentarán remediar sus compañeros de trabajo; el nulo desarrollo argumental, basado en una serie de viñetas grotescas y mal hilvanadas a cuenta de los intentos del virgen por estrenarse siguiendo consejos ajenos; y un giro final hacia lo romántico tan melifluo que casi hace añorar la estulticia del resto, y en el que tiene especial protagonismo Catherine Keener, musa del cine independiente que aquí se limita a ganarse el pan con el sudor de nuestras frentes.
Virgen a los 40 es ínfima a nivel visual. La sutileza y el ingenio de su humor nos retrotraen al patio del colegio. Y el zoo humano que muestra involuntariamente es aterrador. No se sabe quién es peor, si el hombre hecho y derecho que adorna su casa con figuritas de superhéroes sin sacar de su envoltorio, los que presumen frente a él de integrados y bordean el cretinismo –como demuestran sus comentarios invariablemente ofensivos hacia el sexo opuesto o sus comportamientos dentro y fuera del trabajo-, o una mujer con tres hijas que al sentirse nuevamente enamorada desea reservarse para no estropear una bonita historia.
Son personajes (sic) que parecen forjados en la cabeza de un monaguillo calenturiento y embrutecido. Si el interpretado por Carell resulta tan estrafalario en la ficción que alguien llega a insinuar que pudiera ser un asesino en serie, otro tanto se deduce tras ver la película respecto del actor y su cómplice Judd Apatow en la vida real. Desde luego, la comedia norteamericana ha perdido totalmente el norte. Buscando el humor en el retrete se ha quedado atrapada dentro sin papel. Y el espectáculo no tiene ninguna gracia.