El tono mayoritario es el de comedia, género que Trueba práctica por primera vez con un resultado por encima de la media.
Samuel llega a Madrid para convivir con su novia, una preciosa violinista con la cual debería sentirse el rey de los cielos. Lejos de eso, cuando conoce su próxima paternidad su vida se convierte en un escenario de angustiosas dudas, donde la secta de seres incordiantes que conviven con él en su nuevo trabajo no ayudan a poner las cosas nada fáciles. Una redactora de sucesos con bastante de grillada y de sensual y una stripper compañera de comunión rematarán sus escasas posibilidades de ver las cosas claras.
Resulta harto de cargante que cada cinta española se vea acompañada de una reflexión de identidad nacional a estas alturas de la vida, parte de un debate enquistado que da para pocas esperanzas. No obstante, no es un capricho de la crítica revivir diariamente el tedioso debate, si no que es el propio sector, con sus comparaciones parte de su forma de autocomplaciente defensa lo que obliga a volver sobre él.
El caso es que si se ha defendido una sensibilidad especial, una identidad propia, una preocupación por hacer las cosas de una manera diferente, en pocos casos el argumento encuentra tanta justificación como con un realizador como David Trueba. Uno podrá coincidir o no con su género, con sus inquietudes, sus planteamientos o sus gustos. Pero estos responden a dos únicos mandatos, el del talento y el de la personalidad. Lo que hace lo hace porque quiere hacerlo, y porque sabe cómo hacerlo.
Durante demasiados tramos Bienvenido a casa puede volverse excesivamente trascendental, amarga en su búsqueda analítica del pesimismo cuando Trueba reparte sus maquinaciones en sus personajes. Ello a pesar de que el tono mayoritario es el de comedia, género que práctica por primera vez con un resultado por encima de una media acostumbrada a entregarse a lo sencillo, y que ofrece una labor generalmente bien resuelta de los caracteres principales para individualizarlos, darles algo de alma y una función.
Es cierto que participa de la reincidencia en unas características que uno imaginaría desalentado como de nuestro propio cine: ambiciones costumbristas, la conquista de los urinarios como lugar coloquial de debate, la infidelidad como parte de la vida en pareja y el carácter del colectivo de amigos dibujados como frikis que en ocasiones merecen dormir en un oscuro calabozo. Además su protagonista, encarnado por Alejo Sauras debería pasarse el resto de su vida dándose con un canto en los dientes por convivir con un ser de fantasía encarnado por Pilar López de Ayala, y lejos de eso parece sufrir en silencio un tumor cancerígeno. Si el primero está algunos puntos por encima de la función de engranaje desempeñada en su habitual rutina televisiva, la segunda tiene méritos para llegar mucho más lejos y alto de lo que lo han hecho glorias ibéricas como Paz Vega (tras recurrente exhibición cárnica que nunca tuvo lugar), o doña Pe y su encantador tono de voz lindando la rotura de cristales.
En cualquier caso, la elaboración del diálogo, aún en sus posibles descompensaciones y dilataciones tiene aquello que cabe presumir es el objetivo final de una supuesta industria que debería tener en Trueba a uno de sus referentes, y sin ser esta su representación más revolucionaria sí participa del respeto que merece su autor.