A estas alturas, Woody Allen hace tiempo que dejó de sorprender. Sus historias son casi siempre las mismas pero parece que a sus fans no les importa; van al cine a ver sus películas por amistad, como quién va tomarse un café con un amigo neurótico al que sólo ve una vez al año, cada vez que estrena puntualmente dentro de su terapia.
Pero lo años, sí esa cosa del tiempo y los segundos, pasan factura y quizá autocensurándose, Woody relega el papel protagonista de “Todo lo demás” al joven Jason Biggs utilizándolo sin vergüenza como nuevo alter ego sobre el que descargar sus propias neurosis; pero la base, como siempre, no cambia y el amor continúa siendo el motor que mueve la película. Y en realidad el mundo.
Cristina Ricci juega en “Todo lo demás” el papel de una joven y bella aspirante a actriz; muy buena seductora, pero una niña inmadura sentimentalmente, incapaz de querer a nadie, quizá ni a si misma. Una natural historia de amor y sufrimiento que algún que otro idiota ha definido como una mezcla entre –atentos a la marcianada- “Annie Hall” y “American Pie”. Nada más lejos de eso, “Todo lo demás” es una sencilla –¿alguna vez Woody Allen ha sido complicado?- y a veces fallida historia plagada de hombres sensibles con corazón y mujeres sensiblemente retorcidas. Allen se reserva el papel secundario de amigo mentor del protagonista, una especie de Jedi de los sentimientos que le da clases de mujeres, amor y psicoanálisis durante sus encuentros en Central Park.
Una película de picos, con momentos altos y otros no tanto, pero que por computo final hace apuntarse un discreto tanto a Allen, aunque a uno a veces le da la sensación de que está mintiendo, y en realidad es como aquel amigo nuestro artista, que te enseña su obra y tú eres incapaz de decirle la verdad, y por no herir sus sentimientos dices “tienes un estilo inconfundible” por no decir la verdad: “siempre pintas lo mismo”.