No hace falta "comprender" esta película para apreciarla. Basta dejarse llevar por el inmenso talento y la energía intemporal que desprenden sus imágenes.
Si hace unas semanas el visionado de La Chinoise (1967), decimoquinta realización de Jean-Luc Godard, nos hacía lamentar unas facetas coyunturales y dogmáticas que amenazaban con velar los innegables méritos estrictamente formales de aquella película, alegra complementar esa opinión con la que hoy nos inspira la recién estrenada Vivre sa Vie (1962), cuarta obra del cineasta francés. Pues aunque ambos films parten de postulados creativos similares, La Chinoise ha quedado anclada en la historia del cine, mientras que Vivre sa Vie sigue desprendiendo una energía que le hace atravesar como un cometa nuestro tiempo y volar hacia un futuro cinematográfico que en el fondo no es, y esto debería servirnos como reflexión sobre nuestro presente cultural, sino el pasado de este medio expresivo.
Sería absurdo detallar el argumento de la película. Lo que pretende Godard es ofrecernos una serie de observaciones en doce cuadros –de carácter más evocador que estructural- en torno a a la prostitución y las circunstancias socio-económicas que han llevado a una mujer a ejercerla, así como los dilemas existenciales que debe afrontar en esta situación; y también un elaborado ensayo sobre la imagen del personaje que encarna esa actividad y la actriz que lo interpreta, Anna Karina (ligada sentimentalmente por entonces a Godard); un intento, en definitiva, por expresar la vida a través de la ficción y, a la vez, por descubrir en la ficción –cinematográfica, literaria, fotográfica, teatral- un sentido a lo real. En palabras del propio Godard, partir del documental para darle la verdad de la ficción.
Por otra parte, como ha señalado el ensayista David Bordwell, la característica principal de las películas de Godard es que son muy elusivas a un nivel simplemente denotativo. Es decir, puede uno intentar describirlas por escrito cuanto quiera, pero su naturaleza intransferiblemente audiovisual y reflexiva hace de su contemplación su verdadero comentario. Vivre sa Vie es, de hecho, un encuentro-trampa entre público y personaje, en el que protagonista y director ejercen como médiums nada inocentes; un encuentro que se produce en la pantalla pero que la trasciende, sorprendiendo y golpeando al espectador al hacerle ser consciente con brusquedad de las paradojas de la imagen en relación con la realidad.
El tono poético, grave y hasta desesperado de la película, su riqueza en lo que se refiere a la alternancia de registros, al montaje y a la banda de sonido, nos sumergen en una creación artística que parece estar inventándose, revelándose ante nuestros ojos con una libertad insultante. Una libertad que, por fortuna, y aquí es donde Vivre sa Vie desvela todo su sentido, compartimos durante la proyección, dándonos la oportunidad de atisbar lo que puede llegar a ser el cine. No hace falta entender esta película para apreciarla. Basta dejarse llevar por el inmenso talento y la vitalidad intemporal que desprenden sus imágenes.