"Prometheus" cree que soltar insinuaciones, dejar cabos sueltos, abrir puertas falsas y escapar por trampillas, dárselas en definitiva de interesante, bastará para satisfacer al espectador.
Prometheus es la enésima vuelta de tuerca a una franquicia que ha generado desde 1979 seis largometrajes e innumerables derivaciones en otros medios expresivos. Por ello mismo, se erige en metáfora muy pertinente sobre lo que un abuso prolongado e insaciable puede acarrearle a un universo cuyo terrorífico poder de sugerencia es tal que, pasados treinta años de su gestación, continúa despertando expectativas desorbitadas entre los cinéfilos, pese a lo que dicta un mínimo de intuición crítica.
El personaje impulsor de Prometheus es Peter Weyland (Guy Pearce), un magnate que promueve a golpe de talonario en el año 2089 una expedición a otro sistema solar donde parecen residir las claves de la eterna juventud y la mismísima humanidad. Weyland es equiparable a Ridley Scott, director tanto de Prometheus como de la Alien original: El británico se ha lanzado, lo hará también con Blade Runner, a reciclar sus inicios creativos, confiando en que las nuevas tecnologías (imagen digital prístina, maravillosos efectos visuales, tres dimensiones) brinden a Prometheus el sentido de lo extraño y lo portentoso que atesoraban los fotogramas de Alien.
Sin embargo, la brillantez superficial de Prometheus es contraproducente. Y no solo porque ver a actores conocidos y hasta a estrellas (Michael Fassbender, Charlize Theron) recorriendo escenarios familiares y perfectamente iluminados transmite la sensación de visita a unas ruinas que hubiesen servido como argumento para la edificación de un parque temático. Sino porque el guión es tan malo y tiene tan poco claro si la película ha de ser un reboot, un remake o una precuela de Alien (y, por en medio, la obligación de constituirse en inicio de una nueva saga), que la película termina asemejándose a una reinterpretación de La ópera de los tres centavos montada por amateurs en el Palacio de Buckingham: A lo que una vez fue revulsivo se le sobreponen oropeles falsos, rimbombancias extemporáneas, momentos ridículos, inferencias puerilmente ingeniosas a partir de lo que se quiso exponer en una coyuntura muy diferente, hasta que el conjunto desemboca en una muestra ejemplar y lamentable de eso que se ha dado en llamar fan fiction. Un capricho de niño rico.
En este sentido, cabría establecer otro paralelismo en Prometheus; entre Elizabeth Shaw (Noomi Rapace), indigna heredera de Ellen Ripley (Sigourney Weaver), y el guionista más renombrado del film, Damon Lindelof (al otro, firmante también de La hora más oscura, mejor ni citarle). Si Elizabeth se aferra a la religión para soslayar la atroz visión de la naturaleza latente en los horrores que se ceban con la expedición, Lindelof ha creído que bastaba con su frikismo, su admiración por Alien y sus secuelas, y un par de ideas felices, para escapar a los condicionantes de una producción mercenaria y su propia falta de talento, ya expuesta en Perdidos. Como aquella serie, Prometheus cree que soltar insinuaciones, dejar cabos sueltos, abrir puertas falsas y escabullirse por trampillas, dárselas en definitiva de interesante, bastará para dejar satisfecho al espectador.