La historia queda relegada a un segundo plano ante la potencia de los diálogos y de las interpretaciones principales.
Resulta harto complicado encontrar actualmente, en el cine norteamericano diseñado para las masas, productos que giren en torno a la edad madura. La complicación adquiere tintes preocupantes si además pretendemos exigir a esas producciones que hagan aportaciones de valor sobre lo que supone encontrarse en ese tramo de la vida, sin exageraciones, ridículos ni condescendencia gratuita. Por tanto, es bueno toparse con la película que aquí nos ocupa.
Si de verdad quieres... nos presenta a un matrimonio que lleva más de treinta años compartiendo su cotidianeidad, y al cual la monotonía y la rutina han sumido en un sopor de fondo del que sólo la esposa parece querer salir. Para provocar un cambio y revivir la chispa de los primeros tiempos de su relación, la mujer convencerá al marido para acudir a terapia sexual de pareja.
Como apuntábamos arriba, nos encontramos con una cinta que habla sin reparos y con encomiable realismo de lo que supone estar en la situación apuntada. Vanessa Taylor debuta en la escritura de largometrajes –tras firmar episodios de Juego de tronos, Everwood o Alias– creando un andamiaje sólido para que esos dos grandes actores que son Meryl Streep y Tommy Lee Jones encarnen a la perfección los roles que les han sido asignados, bien secundados por un Steve Carell que vuelve a recordarnos su perfil más serio, ya apuntado con anterioridad en Pequeña Miss Sunshine.
La dirección de David Frankel –El diablo viste de Prada, El gran año– se ajusta a lo esperado en este tipo de historia, quedando relegada a un segundo plano ante la potencia de los diálogos y de las interpretaciones principales. Aquí lo que importa es dar visibilidad al sexo en la edad madura –algo ninguneado por norma en el cine actual–, aunque se haga desde el puritanismo, sin buscar escandalizar al público más veterano. Además, el tono sabe combinar de un modo impecable la ternura, el humor ácido, la amargura, las sonrisas y las lágrimas, sin caer en tópicos melancólicos.
Ante una película tan valiente, poco aleccionadora, íntima y sincera, ni siquiera los reparos más obvios que se le puedan poner –el poco sutil uso de la música y las canciones, por ejemplo– suponen un problema de consideración para evitar que disfrutemos con una historia liviana y agradable que deja un excelente sabor de boca, pese a ser conscientes de que no sea el tratado definitivo sobre la crisis de un matrimonio (en ese sentido, véase Revolutionary Road).