“Thirteen (13)” es una de esas películas que uno va a ver engañado por el suplemento cultural de un periódico. Allí se dicen cosas como que la cinta es una de las año, una de aquellas doradas excepciones apadrinadas con los mejores premios y, -¡cómo no!- adoradoras críticas. Incluyendo un galardón del público y otro a la mejor dirección en el Festival de Sundance (sic).
Bajo una más que aparente expectación, uno pasa por taquilla y se dirige a la sala, pero si antes de entrar mira el cartel de la película -una foto de dos guapas adolescentes con piercings en la lengua sonriendo a cámara, tipo anuncio de Clearasil- aquello, quizá, empieza a derrumbarse.
No obsante, sigue el empeño en confiar en las buenas críticas…
Bajo una estructura del más barato y trasnochado telefilm, la realizadora Catherine Hardwicke nos regala casi dos horas de sopor, hormonas falseadas y coitus interruptus. Unos personajes que dan vergüenza ajena de lo cursi que son (jo, tía) y unas situaciones que, cobardemente, se quedan a medio camino de todo, de la violencia, del sexo, del alcohol e incluso de una operación casera de piercings en el ombligo.
Durante todo el sufrido metraje de “Thirteen (13)”, la cabeza se me desconectó de la pantalla durante más de una vez. Alegremente me llegaban a la cabeza imágenes de la gloriosamente devastadora “Kids” (Larry Clark, 1995) que con las mismas intenciones –retratar de forma real la entrada en la adolescencia a través de la drogas y el sexo- deja a estos “Thirteen” a la altura de la peor tv movie.
Por no hablar de la dosis de moralina...
Para olvidar.