Eastwood pinta uno de los paisajes infernales más tenebristas que recordamos, inspirado por el escenario de un campo de batalla con la muerte como único horizonte
Ha sido mucha la emoción cinéfila que ha rodeado la producción de Banderas de Nuestros Padres y Cartas desde Iwo Jima, recreaciones complementarias de la batalla crucial para el curso de la Segunda Guerra Mundial que libraron estadounidenses y japoneses en la isla de Iwo Jima a principios de 1945. Cuando Clint Eastwood, avanzado el proyecto de Banderas, anunció su intención de rodar una segunda película sobre la batalla que ofrecería el punto de vista japonés, muchos pensaron que se trataría de una rareza testimonial o de un acto de simple justicia, pues la atención se había centrado ya en la que se suponía nueva genialidad del director de Sin Perdón, Million Dollar Baby y Mystic River.
Sin embargo, Banderas ha estado lejos de convencer al público, la crítica y los gremios que consagran por estas fechas a golpe de estatuillas lo mejor del año pasado. Esto ha forzado un estreno anticipado de Cartas, y ciertos reajustes mentales en lo que respecta a los incondicionales de Eastwood, que se han precipitado a manifestar que para valorar en lo que cabe Banderas debíamos esperar a ver Cartas y que ésta última sí que sería, sin duda, la obra maestra que el pobre Clint parece seguir obligado a realizar para justificar la agobiante consideración de estos acólitos.
Pues bien, es preciso aclarar que, en efecto, una vez vistas ambas películas componen un díptico apasionante gracias a sus antagónicas soluciones formales; que Cartas se halla muy por encima de Banderas en cuanto al equilibrio entre ambiciones y resultados; pero que tampoco llega a ser la grandiosa película que se esperaba con el alma en vilo. Ahora bien, está cerca de conseguirlo.
Vayamos por partes. Si en su momento consideramos Banderas una obra lastrada por una retórica dramática (tópicos, flash-backs confusos, inconsistencia en la multiplicidad de puntos de vista) y visual (manierismos fotográficos y musicales, grandilocuencia) incapaz de profundizar en las tragedias individuales y los condicionantes sociohistóricos latentes en la célebre fotografía de aquellos seis soldados norteamericanos que izaron la bandera de las barras y las estrellas en la cumbre más alta de Iwo Jima, hay que alabar en cambio la sencillez expositiva que preside Cartas, así como la perfecta adecuación a ella del tenebrismo propio de Eastwood. Puede incluso que haya en este cambio de planteamiento una postura ética. Banderas era la crónica de una victoria amarga, pero victoria al fin y al cabo, lo que hacía comprensibles las concesiones cara a la galería, por parte tanto de las criaturas de ficción como de los responsables de la película. Cartas es el acercamiento íntimo a una derrota catastrófica, lo que deja poco espacio a la retórica.
La película se limita a mostrar los preparativos y el desarrollo de la batalla a través de los ojos de dos militares nipones, el general Kuribayashi (Ken Watanabe), que organiza la resistencia en la isla, y el soldado raso Saigo (Kazunari Ninomiya), a quien no interesa otra cosa que volver a casa con su mujer. La narración es estrictamente lineal, con pocos y breves flash-backs y voces en off que retrotraen a los personajes a su cotidianeidad anterior a la guerra. No hay excesos ni clichés en la descripción de los acontecimientos, y la cámara se ciñe a la tierra volcánica que pisan, excavan y horadan los soldados para soportar el asedio.
De manera imperceptible va calando en el espectador el horror de una situación sin horizonte definido más allá de la muerte (recordemos que de los 21.000 japoneses que defendieron Iwo Jima perdieron la vida 20.800). La música atonal de Kyle Eastwood y Michael Stevens, la fotografía degradada de Tom Stern, el ritmo deliberadamente moroso, inducen una atmósfera abstracta, intemporal, de pesadilla. No hay esperanza ninguna para los defensores de Iwo Jima, y esta sensación se transmite con crudeza tal que debe advertirse al respecto: Cartas es una de las películas más pesimistas y siniestras que hemos visto en mucho tiempo.
Ese es, evidentemente, el propósito de Eastwood, y se cumple a la perfección. Cuenta además con unas espléndidas interpretaciones, encabezadas por un Watanabe inmenso en la piel de un protagonista digno de aplauso por su determinación frente a lo inevitable. Si a pesar de todo ello Cartas no termina de convencernos hay que achacarlo a una duración desmesurada, en la que se diluye la concentración dramática que singulariza la película. Haciendo un chiste fácil, podría recordarse aquello de que “una retirada a tiempo equivale a una victoria” y aplicárselo no únicamente a Cartas, sino al pelotón creciente de films que parecen haber olvidado esa herramienta cinematográfica llamada elipsis.
Película en cualquier caso muy recomendable, que certifica más allá de entusiasmos exagerados que 2006 ha sido un buen año para el cine estadounidense. Que no decaiga.