“Lo normal en una familia es que no haya nadie normal.” Que una frase así aparezca en mitad de una película denota las ansias de su responsable por diseccionar ese grupo humano particular en el que a todos nos ha tocado vivir a la fuerza. Daniel Sánchez Arévalo, guionista y director de La gran familia española, nos sitúa en una jornada emblemática, la final del Mundial de Fútbol de Sudáfrica, para usarla como telón de fondo para la boda del miembro más joven de una familia harto peculiar: basten como botón de muestra los primeros minutos, con toda la explicación acerca de los nombres de los cinco hijos varones, inspirados en Siete novias para siete hermanos (Stanley Donen, 1954).
Sánchez Arévalo reincide en la combinación de comedia y drama de la que hiciera gala en sus tres largometrajes anteriores (AzulOscuroCasiNegro, Gordos y Primos), y se mueve con relativa soltura entre ambos géneros. El dibujo coral de la familia se divide en varias tramas que van evolucionando sin excesivas sorpresas, bebiendo de lugares comunes a grandes rasgos (los tres adolescentes, y también los dos hermanos que se disputan la misma chica) pero también ofreciendo de vez en cuando situaciones más refrescantes, por chocantes y bien dialogadas (en casi todo lo relativo a los dos hijos mayores).
Una gran mayoría del reparto está sobresaliente –por ahí repiten rostros ya habituales en las cintas del realizador, como Quim Gutiérrez, Antonio de la Torre o Raúl Arévalo, aunque la intervención de este último sea más bien anecdótica–, y hay unos cuantos actores que levantan las escenas ellos solos: es el caso de los no tan conocidos Patrick Criado, Miquel Fernández y un Roberto Álamo que se echa a las espaldas un papel tremendamente complicado de llevar a buen puerto. No se puede decir lo mismo de los personajes femeninos (menos mimados tradicionalmente por el director) y las actrices que los encarnan, y que a excepción de la eficaz Verónica Echegui no rinden como sería deseable.
Junto a sus virtudes dialogando y articulando relatos agridulces sobre nuestra vida cotidiana, Sánchez Arévalo ha sumado en esta ocasión un buen número de recursos que añaden riqueza a lo narrado, aunque no siempre aporten sustancia real a lo que presenciamos en la pantalla. Apreciamos el uso de los planos secuencia, los rótulos sobreimpresos, los personajes reflejados en espejos resquebrajados, las fotos fijas montadas imitando el ritmo cinematográfico, las conversaciones cruzadas en dos espacios diferentes... pero sigue quedando la sensación de que la propuesta de la que nos quiere hacer partícipes llega algo destartalada: falla el dibujo general de la boda –se alarga y se alarga, sin que sepamos muy bien dónde está cada personaje en cada momento–, el desarrollo es irregular (hay clichés y ocurrencias que sobran, como el risible baile nupcial), y en general la profunda disección de la familia termina siendo demasiado esquemática, al menos según sería esperable de la mano de un director que nos ha entregado obras mucho más redondas. Pese a todo, hay que apreciar su progresión de menos a más y sus buenas intenciones.