Tras un interesante paréntesis histórico y telefílmico en su carrera llamado Los Borgia(2006), Antonio Hernández ha vuelto al terreno que mejor conoce y el que más domina: el del thriller intimista, basado en la resolución de incógnitas “pequeñas”, de secretos dormidos en la memoria de sus personajes, encerrados a cal y canto por sus dueños. Sin la desestructuración narrativa del final mostrada en Oculto (2005), un filme injustamente infravalorado que mereció mayor atención crítica y pública de la que recibió, su nuevo trabajo detrás de la cámara nos narra en estricto orden cronológico un día clave en la vida de Julia (Carmen Maura), una mujer madura que vive sola en la masía de su familia y a la que llega repentinamente su hermano pequeño, Eduardo (Roberto Álvarez), un importante político conservador, casado y con hijos, de extraño comportamiento a causa de la llegada a la casa de su joven amante, Vanesa (Verónica Echegui), una cría de corta edad de la que intenta deshacerse para siempre.
Con pies de plomo y una cámara firme, de encuadres precisos y ajustados, Hernández se adentra en una historia que en un primer momento, en el planteamiento del conflicto principal, se nos presenta estrafalaria, desganada y demasiado licenciosa, soportada únicamente por el agradable, liberador e insólito en Hernández, sentido del humor negrísimo y mordaz, que se va descolgando de cada palabra impresa en los diálogos de sus personajes, especialmente por el tono utilizado por los actores (Maura más que ninguno), que acercan la propuesta durante esta primera parte a una sátira malintencionada, que se toma a broma los problemas de sus protagonistas llegando a retratarlos en determinadas ocasiones con trazos gordos, como si de unas extravagantes caricaturas se tratasen. Este cambio de estilo en el director se antoja en cierto modo estimulante, debido sobre todo a la naturalidad que destila su puesta en escena, en la que no se aprecian restos de una posible presunción, de una forzada intención, por ningún lado.
Así, cuando El menor de los males gira hacia la mitad del metraje a una necesaria y conveniente sobriedad, toda la operación se viene al suelo de golpe. Primero porque uno no puede pretender que el espectador cambie el chip que se ha formado en su cabeza a lo largo de esa primera hora de proyección con tan sólo oír el chasquido de alerta, máximo cuando algunos actores permanecen todavía en la misma línea socarrona y punzante que ha venido predominando en su actuación hasta ese momento. Y segundo porque el director y su coguionista, Antonio Galeano, no dejan de introducir elementos en su trama hasta conseguir que la película se haga innecesariamente larga, redundante y soporífera: hasta un total de cuatro “amagos” de final se llegan a contabilizar en la última media hora. Un grave error de guión al que se suma la rimbombante presencia de la banda sonora, que desvirtúa y empequeñece las adustas intenciones que lleva consigo la crítica a la política corrupta y a los modus operandi de un determinado sector de la prensa que se hace patente en el último tramo.
Técnicamente irreprochable, como viene siendo habitual en Hernández, que sigue demostrando tener muy buen gusto a la hora de planear por su historia y por las oscuridades de sus criaturas, siendo el mejor ejemplo de ello la obra maestra que es En la cuidad sin límites (2002), El menor de los males se sitúa como la peor de sus creaciones, sin que ello la convierta necesariamente en una mala película. Es una cinta desequilibrada, de interés decreciente debido a la farragosa acumulación de acontecimientos, con estupendas soluciones formales en la mayoría de los momentos clave de la trama y una buena dirección de actores, en la que Roberto Álvarez se come enteritos a todos sus compañeros, incluida una Carmen Maura muy acertada unas veces y demasiado perdida otras. En definitiva, estamos ante una obra fallida en la que destacaremos a modo de consolación el que su realizador se haya atrevido a innovar, circulando por terrenos para él desconocidos y para nosotros sugerentes.