Superado el nudo y apuntando el desenlace, Transcendence se embarca en un más difícil todavía argumental, al que no parecen acompañar los medios.
Es difícil concluir si la aparente proximidad respecto avances tecnológicos todavía más rotundos de los que hemos experimentado en los últimos años, enriquece o por el contrario limita al género de la ciencia ficción. En décadas anteriores, siendo mayor el margen y aparente la distancia, probablemente también era más sencillo jugar con ideas futuristas, había más terreno para especular con distintas opciones, soñar con el futuro.
Si tuviéramos que decantarnos por una opción, apostaríamos que el momento actual tiene rasgos únicos que hacen que sea más interesante de lo que lo ha sido nunca. Ya con Children of Men (Alfonso Cuarón 2006), nos encontrábamos con un mundo que resultaba perfectamente identificable y próximo a pesar de sus rasgos distintivos, fórmula tan coherente como diferenciadora. Probablemente con la cinta protagonizada por Clive Owen estemos ante uno de los primeros casos relevantes en que para soñar con el futuro no hacía falta colores chirriantes o una estética en definitiva alterada, sino tan solo embrutecerla con la proyección de los defectos que intuíamos iban a degenerar en los próximos años, y cuyas conclusiones no resultan cada vez menos alentadoras.
Ya en el pasado, diversos autores de ciencia ficción que tuvieron la oportunidad de contrastar su obra con el paso del tiempo llegaron a una conclusión común: algunas de las cosas pronosticadas pensaban que llegarían antes, otras más tarde. En ese punto nos encontramos ante Transcendence, película que supone el debut de Wally Pfister tras la cámara, de Jack Plagen al guión. En su trama, un especialista en inteligencia artificial encarnado por un Johnny Depp que constituye la mayor baza comercial de la cinta —lo adelantamos, alejada de los rasgos que de forma natural seducirían a la audiencia mayoritaria— y su colega y esposa interpretada por Rebecca Hall, se ven frente al reto de llevar a una nueva fase sus investigaciones cuando el primero padece un atentado sobre el que sólo podría sobrevivir virtualmente.
Son varios los aciertos argumentales a la hora de materializar distintas cuestiones cuya trascendencia es evidente en el futuro de la ciencia y que no parece que nos hayamos planteado lo suficiente, motivo por el que la cinta que nos ocupa no solo se hizo con atención del equipo de producción y del reparto, sino también por el que justifica su existencia y merece algo de atención.
Lamentablemente, también se impone la necesidad de ser juzgada como producto, de funcionar como película para seducir lo suficiente para que sus reflexiones cobren fuerza y no se ahoguen en la desidia de sus modos. En ese sentido, o la escasa pericia de Pfister o un presupuesto finiquitado en contratación de estrellas nos arroja en demasiados tramos a una producción de corte serie B, donde el realizador que había forjado su carrera hasta la fecha como director de fotografía, ni tan siquiera es capaz de dotar a la cinta de una personalidad visual (algo que, al hilo de la película de Cuarón antes nombrada, no significaba volverse estridente, pero sí transmitir algo de atmósfera que aquí solo puede asociarse con la apatía que desangra el film).
Superado el nudo y apuntando el desenlace, Transcendence se embarca en un más difícil todavía argumental, al que no parecen acompañar los medios. El tramo final, con un ejército reducido por motivos no suficientemente concretados en una guerrilla urbana, se sitúa en un punto intermedio entre la vergüenza y el sopor, fin de fiesta para una pérdida de ritmo que había ido machacando las escasas opciones de perdurar de forma digna para una producción que no está a la altura de los temas que sugiere.
Pfister explica que “según los expertos, la inteligencia artificial del tipo que mostramos en TRANSCENDENCE está por llegar, nos guste o no. Lo que quería hacer con la película era ofrecer a la gente un vistazo a uno de los caminos que podría seguir nuestro mundo en las próximas décadas y sumirlos en un debate intelectual, moral y emocional sobre este tema tan actual, de una manera que sirva para hacerlos reflexionar, sin dejar por ello de resultar ameno”. Lástima que en la última media hora de metraje, con un quiero y no puedo en la búsqueda de la intensidad, la reflexión ceda con tanta facilidad ante el bostezo.