Un maduro, multimillonario y excéntrico autor de novelas criminales invita al joven, atractivo y provinciano amante de su mujer a su mansión para somenterle a un juego criminal vejatorio. Con el pretende demostrar su inteligencia a la vez que enriquecerse y eliminar a su contricante.
Días más tarde, un detective de Scotland Yard investiga este aparente y rentable crimen perfecto sometiendo a un juego similar a su autor, el novelista, descubriendo a su vez la fragilidad de su psicología.
Este argumento dio lugar a una extraordinaria película dirigida en 1972 por Joseph L. Mankiewicz e interpretada por Laurence Olivier y Michael Caine. La insistencia con que la industria del cine intenta repetir en los últimos años grandes películas del pasado comienza a resultar angustiosa por su incapacidad de aportar novedad o superar el original. Si en algunos casos optaron por una copia casi matemática de la fuente (Psicosis, Gus Van Sant, 1998) en este han intentado adaptar y evolucionar la trama y personajes a los tiempos actuales.
Si la de Mankiewicz era un endiablado, dinámico, refinado e inteligentísimo juego de dramaturgia cuyo funcionamiento sigue sorprendiendo en cada visionado, en la de Kenneth Brannagh asistimos a un abúlico juego de reproches entre los personajes, rodeados de un diseño minimalista y tecnificado que resta gran intensidad al drama psicológico. Pese a que el comienzo es prometedor gracias a la alambicada realización de Brannagh, ésta se va diluyendo para terminar en un festival de gestos y gritos por parte de Jude Law, quien interpreta en esta cinta al amante, ante la pasmoda actitud de Michael Caine, que en esta ocasión interpreta al escritor, y cuya cara parece decir en algún momento: “Pero ¡qué carajo estoy haciendo aquí! Perdóname, Joseph. Perdóname, Laurence.”
A pesar de que el guión viene firmado por el contestatario Harold Pinter, reciente Nobel de literatura, no se alcanza a ver su aportación a la trama, ni siquiera al innecesario nuevo hilo argumental que se desarrolla allí donde acababa el original de Anthony Shaffer. Muchas respuestas a los porqués aquí planteados se resuelven al leer los créditos finales del film. Tanto Law como Brannagh son productores del mismo, quizá el primero para procurarse un vehículo de lucimiento y prestigio actoral y el segundo para relanzar una carrera algo decaída tras sus últimas realizaciones.
Infructoso intento de producción con aire british que a pesar de sus brillantes antecedentes y de la acumulación de nombres en su cartel no logra transmitir la fuerza, inteligencia e ironía del original. Desafortunadamente, hacer obras maestras está al alcance de muy pocos.