Fantasía muy poco sugerente, y con el siniestro plus de ver a Robert De Niro haciendo el ridículo más absoluto
Adaptación de la novela homónima escrita por Neil Gaiman e ilustrada por Charles Vess, Stardust es la enésima muestra de fantasía infantil que corroe nuestros ojos a la sombra del éxito de las cada vez más odiables sagas de Potter, Frodo y Sparrow.
Ojalá dentro de cuarenta o cincuenta años la Filmoteca Española —de existir por entonces algo parecido a una filmoteca y algo parecido a España— dedique un ciclo a este tipo de cine, bajo un título pedante del tipo “Principios de Siglo e Infantilismo Generalizado”; más que nada, por que la programación venga acompañada por un lujoso estudio crítico (de precio exorbitante aunque lo haya editado la cosa pública) en el que sesudos analistas nos expliquen las razones sociofilosóficas que llevaron a Occidente, en esta nuestra época, a abandonar el cerebro en las puertas de los cines para meterse en vena una sobredosis de princesas, gnomos, brujas, magos, elfas y piratones. Porque nosotros, obnubilados por el flujo del presente y por el cinismo, sólo atinamos a pensar que se trata de una manera obscena de seguir exprimiendo el ansia de un público joven (y no tan joven) por eludir la realidad a cualquier precio. O, más concretamente, al precio de su entrada.
En cualquier caso, incluso perteneciendo a un género agotado por la sobreexplotación, Stardust es una película decepcionante. Al fin y al cabo Neil Gaiman es el autor de dos obras tan sugerentes como Sandman y American Gods; un escritor que ha subvertido con inteligencia numerosas convenciones fantásticas, y que además se halla ligado a la versión cinematográfica de Stardust como productor. En cuanto al director, Matthew Vaughn, nos sorprendió por la elegancia y ritmo que caracterizaban su ópera prima, el thriller Layer Cake, Crimen Organizado. Y no podemos obviar las presencias de Michelle Pfeiffer y Robert De Niro en el reparto.
Todos estos factores quedan en buena medida anulados por la confusión y abulia que presiden el desarrollo de la larguísima historia —historia que, pese a dos o tres detalles, es mucho más convencional de lo que pretende—; y por la sumisión de la imagen a los decorados suntuosos, los exteriores de postal, y los efectos visuales y de maquillaje, antes que a la continuidad y el ritmo narrativo. Stardust cuenta cómo Tristán (Charlie Cox), un joven tan atractivo como tosco, promete a su indiferente amada Victoria (Sienna Miller) traerle una estrella caída del cielo. Para ello Tristán se atreverá a abandonar su asfixiante pueblecito, Muro, y a emprender un viaje iniciático a un universo paralelo al nuestro, Stormhold, en el que la estrella resultará ser una chica preciosa, Yvaine (Claire Danes), cuyo corazón es codiciado, debido a sus enormes poderes, por un príncipe heredero, una bruja y un mercader.
Desde el principio, da la impresión de que los acontecimientos maravillosos se producen un poco porque sí, porque hemos decidido ver una película de este estilo, y pasa lo mismo con los personajes y sus motivaciones. De modo que las secuencias giran en torno a situaciones que no calan, repletas de arbitrariedades sin ilación. Como ya se ha señalado, los escasos atrevimientos argumentales son inoperantes vistas las susodichas gratuidad y poca originalidad del grueso de la propuesta. Y a todo ello hay que sumar una plúmbea, en líneas generales, puesta en escena, en la que el scope queda atrapado por la obligación de llenar los ojos del público hasta que Stardust termina asemejándose a aquellas pinturas academicistas y remilgadas del neoclasicismo.
¿Qué decir, por último, de Pfeiffer y De Niro? Da grima ver a actores como ellos (por no hablar de Peter O'Toole), que han ennoblecido su profesión y nuestra condición de cinéfilos colaborando en la gestación de obras maestras como Las Amistades Peligrosas, La Edad de la Inocencia, El Padrino II o Taxi Driver, reducidos gustosamente a la condición de lujoso atrezo humano tras niñat@s como Cox, Danes y Miller. Los clásicos citados lo han sido a propósito. No sólo para recordar lo que fueron algunos intérpretes antes de rematar creativamente su carrera en la piel de corsarios travestones (nos referimos, sí, a De Niro: hay que verlo para creerlo); también para subrayar la idiotización del Hollywood actual, su sumisión a ese espectador de cuatro o cuarenta años, tanto da, cuyas ansias de escapismo pseudofantástico y fotogramas eye candy han asfixiado de tal manera la posibilidad de un cine adulto, que únicamente nos queda la esperanza, parafraseando al taxista Travis Bickle, de que algún cataclismo barra toda esta paja de las carteleras. Y si tiene que ser el dichoso Big One, que así sea.
Reza el eslogan de Stardust: “el cuento de hadas que no te esperabas”. No, perdón. Es el cuento de hadas que nos temíamos.