Comedia de temible planteamiento sexual, que deriva sin embargo por senderos bastante agudos
Como las comedias de Judd Apatow o los hermanos Farrelly, el tercer largometraje de Bobcat Goldthwait se escuda en el desaliño formal y en una anécdota lindante con lo inaceptable para tratar después asuntos más interesantes de lo que cabría esperar. Su problema, como el de Supersalidos o Matrimonio Compulsivo, es que se debate entre las concesiones jocosas a su público potencial, y unas mayores ambiciones que exceden el talento de su realizador y que algunos dudarán sean siquiera intencionadas. Sin embargo, en nuestra opinión Goldthwait sí tiene algo que decir en torno a las relaciones humanas, y lo expresa con habilidad.
Y eso que su currículum previo no es alentador. Aunque Goldthwait ya había dirigido dos películas apreciadas por los amantes del humor psicotrónico, Shakes the Clown (1991) y Windy City Heat (2003), su nombre está más ligado popularmente a sus actuaciones en tres entregas de la saga Loca Academia de Policía, al empleo de su voz peculiar en diversas producciones animadas, a la realización de algunos shows televisivos, y a haber quemado un sofá en el programa de Jay Leno.
También el planteamiento de Los perros dormidos mienten es incendiario: con apenas dieciocho años, Amy (Melinda Page Hamilton) le practica una felación a su perro. Es un acto absurdo, una de esas ideas descabelladas, fantasía o como se le quiera llamar, de las infinitas que a cualquiera le pasan por la cabeza, y que nunca se llevan a la práctica. Amy sí lo hace, para arrepentirse inmediatamente después.
Pasan diez años. Amy conoce al hombre de su vida, John (Bryce Johnson), su confidente y mejor amigo, esa alma gemela a la que no tiene sentido ocultar nada. Pero cuando le cuente su error de juventud, Amy descubrirá la hipocresía de nuestra sociedad, que habla constantemente de la sinceridad como pilar de las relaciones humanas, con el pequeño truco de haber instituido previamente una censura mental llamada corrección política que ha hecho de ciertos temas candentes puro tópico y que impide a otros, simplemente, existir. Por lo que el escenario, y nunca mejor dicho, en el que se juega a la verdad, recuerda el de esos enfrentamientos recientes de dos políticos votadísimos, en los que ambos simularon dirimir diferencias y únicamente pusieron de manifiesto su ausencia esencial de ética, al aceptar unas reglas de debate que castraban cualquier fondo de honestidad en sus interpretaciones. Ejemplo cinematográfico: Juno.
Es uno de los temas de Los Perros, pero no el único: tachar de cobarde y arrítmico el desarrollo argumental a partir de la revelación de Amy, como ha hecho algún crítico, es ignorar que, centrando la acción en torno a la familia de la protagonista y ensombreciendo paulatinamente el tono, Goldthwait desvela las numerosas imposturas vitales en que se hallan sumidos quienes ponen en la picota a la chica, refleja con agudeza lo incompatible de los términos “felicidad” y “conocimiento”, y reflexiona en torno a la importancia desmedida que se da a determinadas polémicas hasta que sucesos realmente graves dan cuenta de su futilidad.
Todo ello sin olvidar que estamos refiriéndonos a una comedia, pese a su punto de partida, nada zafia, sino marcada por un humor lacónico a cuya efectividad contribuyen unas interpretaciones meritorias. Lástima que la realización y el montaje de Los Perros sean tan toscos. En todo caso, nos parece una película recomendable. ¡Especialmente para las parejas!