Memoria y olvido

Acomplejados como estábamos antes de entrar en la sala, nos alegra leer en un folleto informativo que Nicolas Philibert no considera imprescindible para disfrutar de su nuevo documental haber visto Yo, Pierre Riviére, habiendo degollado a mi madre, mi hermana y mi hermano..., cinta realizada en 1975 por René Allio que ficcionaba unos asesinatos cometidos en 1835 en la región de Normandía, y en la que Philibert ejerció como ayudante de dirección. Porque pese a que los primeros minutos de Regreso a Normandía desenredan generosamente el ovillo para nosotros, el espectador no avisado bien podría pensar que se topará con un ejercicio de onanismo autoral y revisionismo cinematográfico reservado a eruditos: Philibert regresa treinta años después al escenario de aquel rodaje con el objetivo de entrevistar a los actores no profesionales que recrearon para Allio los crímenes acontecidos entre sus antepasados.

Pero Philibert, como ha apuntado José Manuel López, es “ajeno al estilo reflexivo de Agnès Varda, Chris Marker o José Luis Guerín”, y prefiere moverse “entre el documental de observación y el interactivo” desvelando una mirada propia de “humanista disfrazado de director de cine”. Por tanto la película funciona como laberinto referencial, sí, pero siempre al servicio de las emociones. Contamos pues con los testimonios citados, con la voz en off del propio Philibert recordando la filmación de 1975 y leyendo fragmentos del diario coetáneo de Aillo, con imágenes de Yo, Pierre Riviére y fotografías de su rodaje, y con la maestría del director de Ser y Tener para retratar entornos rurales, en los que aún puede apreciarse que animales y seres humanos comparten ese “todo fluye” de Heráclito, a la vez armonioso y sin sentido, que constituye la existencia.

En este aspecto, no es casual que Regreso a Normandía arranque con el nacimiento de una camada porcina en la que no todas las crías sobrevivirán; de inmediato, Philibert anuncia que “esta película tiene su origen en otra película”. Se equiparan así la creación cinematográfica y el ejercicio de memoria que reivindica Philibert al ciclo de la vida, en el que no cuentan ni el instante ni el individuo, sino la perpetua reinterpretación de los mismos motivos. Esa metáfora se repetirá varias veces a lo largo de la película en forma de procesos productivos diversos, naturales o artificiales, y también en la recurrencia al agua, que corre siempre diferente pero siempre a través del mismo cauce.

Al mismo tiempo, Philibert parece confiar en el poder redentor de las imágenes contra el olvido, en un acto de justicia poética e íntima que procura a la película un final bellísimo, pero enfrentado dialécticamente con las ideas previas. Se propicia así una sensación de melancolía profunda, que surge de la comprensión de que el combate del arte contra el paso del tiempo es noble pero desigual.

Si, pese a su innegable calidad, Regreso a Normandía no deja tanto poso como Ser y Tener se debe a que, en esta ocasión, Philibert deja demasiado metraje a las entrevistas, a menudo banales, y a que peca de cierta autocomplacencia en lo relativo a su voz y los momentos irrelevantes. La estrategia habitual en el autor de concebir sus obras sobre la marcha, sin un guión firme, se cobra un precio, y los 113 minutos de duración pesan. Aun así, quien desee hacerse preguntas, como el propio cineasta, sobre “el cine, nuestro mundo, las relaciones con los otros, nuestros padres…”, no debería perderse la película.