La ópera prima de Aditya Assarat oscila entre la gravedad poética y la afectación banal
La escena más inspiradora de Wonderful Town, por la que valdrá la pena recordar esta película a pesar de que globalmente resulte mucho más convencional de lo que podrían dar a entender su nacionalidad tailandesa y las inevitables referencias autorales de culto, es aquella en la que Ton (Supphasit Kansen), un arquitecto de Bangkok llegado a la población costera de Takua Pa para dirigir la construcción de un resort turístico, abandona la obra y se cuela en un recinto próximo destruido por el tsunami que en 2004 inundó la localidad y mató a ocho mil lugareños.
Aunque los supervivientes consideran que las ruinas están encantadas, Ton no dudará en explorarlas, rendido a esa fascinación que siempre han ejercido sobre el ánimo los espacios rebosantes tiempo ha de una vida que hoy rastreamos casi arqueológicamente; quién sabe si con el ansia de anticipar el sentido retrospectivo de nuestras propias existencias husmeando en los restos de las de quienes nos precedieron (tema que otro cineasta, Jia Zhang-Ké, o el fotógrafo Robert Smithson, por poner ejemplos recientes, también han tratado). Al fin y al cabo, también el paso de Ton por Takua Pa dejará sus huellas fantasmales: en la azotea del hotel donde se hospedó y donde se desarrolló su romance con la propietaria, Na (Anchalee Saissontorn); y en esas aguas que han marcado el destino de la localidad y marcarán sacrificalmente el de Ton.
Es su conciencia melancólica del devenir de las cosas, habitual por otra parte en el cine oriental, lo más reivindicable de esta ópera prima galardonada en varios festivales y ligada por ciertos críticos, en función del estilo abstraído y contemplativo del film, a los nombres sacrosantos de Apichatpong Weerasethakul y Tsai Ming-Liang. Aunque nos parezca que en Wonderful Town sea palpable un tufillo formulaico que le impide volar tan alto como pretende. Nos hallamos, para entendernos, ante una versión mainstream de Tropical Malady.
Cabe reconocer al guionista y realizador Aditya Assarat —autor previo de un póker de cortos y de un mockumentary firmado con otros dos colegas— la creación de la atmósfera descrita a través de un riguroso ejercicio de cámara y fotografía en alta definición; así como una sutil visión antropológica de los hechos que narra. Pero tales aspectos no armonizan del todo con una afectación en lo que toca a la historia de amor, a los mecanismos del suceso final y al esteticismo redundante de muchas secuencias que nos recordó a la sobrevalorada Last Life in the Universe, del también tailándes Pen-Ek Ratanaruang. Hay una línea divisoria muy fina entre lo verdaderamente poético y su simulación al gusto de indies, cahieristas y demás ralea, y tanto Assarat como Ratanaruang la sobrepasan con demasiada frecuencia.