Los resúmenes del argumento de 3:19 que se pueden encontrar en cualquier web no desvelan prácticamente nada del debut en largometraje del mexicano Dany Saadia, algo que no deja de ser una virtud en estos tiempos que corren donde dos minutos de tráiler destripan todo lo que pueden y más, y donde un par de párrafos poco cuidados en alguna publicación te dejan sin ganas de acudir a cine a dejarte sorprender, más que nada porque intuyes que te han reventado toda la historia incluso antes de poner un pie en la sala de proyección.
Ahora bien, si en este caso el desconocimiento de la trama ayuda a sumergirse con interés en ella (el factor sorpresa, ya se sabe), también es cierto que 3:19 te descoloca bastante durante sus primeros diez minutos -cuando aún parece que pudiera seguir una línea concreta que interese al espectador- para luego regodearse en su propia rareza y no terminar de rematar una faena que, por fresca e impulsiva, merecía mejor suerte en su acabado final.
La película emplea dos líneas argumentales (un chico y sus amigos en una metrópolis actual por un lado, y las tribulaciones de un matemático por otro) para dejar caer reflexiones sobre la casualidad, el destino, la amistad o el amor, por ejemplo. Sin embargo, raras son las escenas donde se aprecia una genuina naturalidad en lo que se nos está contando. También falla la ligazón del film, saltando sin solución de continuidad de una escena a otra, rompiendo cualquier ritmo cinematográfico aceptable que se hubiera podido construir, y jugando todo ello en contra de la aceptación de la historia por parte de nuestras retinas.
Al desinterés que se va acumulando a medida que avanza la película contribuyen algunos defectos de principiante, como por ejemplo la defectuosa pronunciación de las frases de Miguel Ángel Silvestre –que no repite aquella magnífica actuación de La distancia, de Iñaki Dorronsoro–, fallos de realización (algunas canciones de fondo suenan tan fuertes que ahogan las voces de los actores, por ejemplo), reiteraciones donde debería haber elipsis, así como tiempos muertos que ayudan a que nuestra mente se aburra un poco y vague en busca de distracciones. Otro tipo de error sería desaprovechar del modo que lo hace a una buena actriz como Bárbara Goenaga, que en la primera hora de metraje apenas hace acto de presencia.
Estos fallos podrían ser obviados si las intenciones fueran algo mejores, pero durante el visionado de 3:19 es difícil desprenderse de la sensación de que estamos ante una cinta que quiere ser tan trascendente que se pierde en peligrosos vericuetos pseudomísticos que acaban por emparentarla peligrosamente con la pretenciosa La fuente de la vida (Darren Aronofsky, 2007), cuando tal vez hubiera sido mejor dar con un acercamiento más humilde que la acercara a los resultados de la muy recomendable Tu vida en 65 minutos (María Ripoll, 2006).
Al final, eso sí, se salvan las localizaciones y la espléndida banda sonora firmada por Robin Guthrie, quien durante tantos años estuviera al frente de Cocteau Twins, posiblemente uno de los grupos más vaporosos e hipnóticos de la historia de la música. Pobre balance para una obra que a buen seguro apuntaba a más altos logros artísticos.