La rica y prolija historia de España ha sido siempre asignatura pendiente del cine patrio. Aproximaciones pseudohistóricas como Los Borgia o Alatriste han intentado, con dudoso resultado, llenar un vacío que parece condenado a permanecer entre nosotros.
Y es que a pesar, (o precisamente a consecuencia) de lo complejo y épico de nuestro pasado, los frustrados intentos de trasladarlo al cine en un lenguaje que el público pueda entender, han sido más bien infructuosos. No se trata de banalizar y edulcorar nuestra historia, sino de representarla con los códigos y pautas del espectáculo contemporáneo, de hacer eso que los americanos saben hacer tan bien. Si ellos crearon un género como el western de las matanzas indiscriminadas de indios, nosotros estamos camino de convertir en telefilm barato una historia que ya querrían como propia muchos productores de Hollywood.
Pero cuando se trata de una superproducción no es tan importante el acontecimiento que se cuenta, como la forma de contarlo, la historia de amor, los fuegos de artificio... Y aquí los estadounidenses está a años luz de nosotros. Como muestra un botón: la malograda “La conjura del Escorial”. Cinta que se remonta a la época de Felipe II para narrar la mayor crisis interna de su reinado, una conspiración que enfrentó a la casa de Alba con el secretario real y la princesa de Éboli.
Intrigas palaciegas, un asesinato, una inocente condenada que debe ser vengada... Las cartas con las que juega Antonio del Real podrían configurar una jugada maestra, pero las cartas no hacen al jugador, y ni los muchos millones invertidos, ni todo el talento que se esconde en los títulos de crédito logran salvar un barco que hace aguas en demasiados frentes.
En su favor ha de decirse que se ha tratado la historia con un rigor próximo a la obsesión, y que la dirección artística es sobria pero correcta (a destacar el impresionante vestuario). Pero aquí acaban las virtudes de una obra que es opaco reflejo de lo que podría haber sido. La labor de actores es vergonzosa, con reacciones que parecerían exageradas en Yo soy Bea, y que en la gran pantalla resultan esperpénticas. Esto se hace especialmente patente en la joven Blanca Jara cuyas escenas de amor con el anciano alguacil rozan el patetismo, y el doblaje (la película ha sido rodada en inglés) exagera y aumenta la sensación de estar ante una representación navideña de colegio de primaria. Sólo actores solventes y con experiencia, como Puigcorbe, Mollá o Julia Ormond pueden salvar, en parte, tamaño despropósito.
Por su parte las escasas escenas de acción son una sucesión de planos cerrados que se persiguen con tal velocidad que sólo consiguen desorientar al espectador, y da la sensación de tras emplear el grueso del presupuesto en el reparto no quedó para efectos especiales. Algo que no ayuda a una historia que se desarrolla a trompicones, con un guión inconexo que, tanto en su estructura como en sus diálogos, es su carencia más evidente: en ocasiones, abandona la trama principal para narrar episodios absurdos sin ninguna relevancia (chocante e innecesaria la historia del cura sadomasoquista) y en otras reincide sobre lo ya contado y explicado mil veces, en un discurso cansino que no hace más que restar interés.
En los últimos e interminables minutos de metraje la cinta languidece, y ni la sorpresa inicial ni una leve curiosidad por saber el final de los personajes logran mantener el interés. La que parecía la gran apuesta del cine español del 2008 se ha quedado en un farol. Un farol de 14 millones de euros.