Con su sentido del ritmo, desenfado y varios gags antológicos logra solventar la papeleta.
El cine que gira sobre un showman, tiene siempre una excesiva dependencia sobre éste que hará que sus películas dependan tanto de su estado de forma y su capacidad para evitar los excesos, como del carisma y fidelidad que se haya logrado granjear entre el público. Difícilmente uno de estos bufones puede pervivir mucho tiempo sin hacerse con una legión de fans y difícilmente seguirá siendo una legión la que le siga si sus recurrencias se vuelven agotadoras y no aprende a reciclarse. Aunque incluso en este último de los casos, lo habitual es que en su decadencia le queden unos cuantos incondicionales que reduzcan su presupuesto y lo acaben arrinconando en series-b machaconas y productos desganados como El Gurú del Buen Rollo a menor gloria de Mike Myers.
Jim Carrey es uno de esos casos en que la estrella desde muy pronto contó con numerosos incondicionales. Y detractores. Su chirriante histrionismo bien daba para comprender ambas posiciones: si uno llegaba a coger cariño a ese personaje con aspecto de yupi pasado de ácidos, podría quererlo para siempre. Si llegaba a odiarlo, la cosa era más compleja. Quizá entre sus incursiones en películas serias aprovechando la gran repercusión de su vis cómica (no en vano con cintas como La Máscara y sus Ace Ventura llegó a posicionarse como el actor mejor pagado), quizá por cosas como el Show de Truman o Man On The Moon, algunos se congraciaron con él e incluso empezaron a ver con buenos ojos sus tropelías humorísticas.
Ahí, además, aparte de las más estrafalarias llegó a sacar petróleo incluso en las que aparentaban ser cintas de usar y tirar. Es el caso de Mentiroso Compulsivo, convertida en una suerte de referente que ha terminado por recordarse como algo muy por encima de su mediocridad y modestia, una producción que en un género familiar cansino sigue reponiéndose regularmente con cierta satisfacción.
Di que sí, se encuadra en cierta manera en esta categoría. Una obra con irregularidades que en demasiados momentos aparenta escurrirse hacia el arroyo del ridículo, hacia el absurdo y el inverosímil categórico, pero que con su sentido del ritmo, desenfado y varios gags antológicos logra solventar la papeleta. La historia de un huraño cenizo y cansado de la vida que acaba en una de esas pseudosectas que descubren verdades al americano más confuso (y que con paralelismos con la mencionada Mentiroso compulsivo le impiden negarse a cualquier plan descabellado por mucho que lo desee) tiene demasiados tramos que apuntan a la categoría de estupidez irrelevante, pero su pulso nos lleva segundos después a reír cómplicemente alguna de sus descabelladas situaciones, olvidando la coherencia o no del momento inmediatamente anterior.
El repertorio de creativos televisivos experimentados que mueven los hilos de Di que sí, permite sacar mucho de lo bueno que las series de comedia han experimentado en TV y traerlo en una mezcla fresca. Todos se conjuran con sus respectivas experiencias, desde Peyton Reed como director que saltó a la fama cinéfila por Abajo el amor y repitió con protagonismos también televisivos como los de Separados (Jennifer Aniston ‘starring’), hasta las aportaciones en el texto de Nicholas Stoller (que ya probó fortuna en el cine con Carrey en Dick y Jane ladrones de risa) y Jarrad Paul (autor de varios episodios de Monk) dando forma al libro de Danny Wallace.
El producto no da mucho más de lo que promete, pero tampoco menos. Carrey empieza a verse superado por su físico para determinados papeles a sus 46 años, pero lo suple con nervio y energía. De seguir así terminará por recordarnos a otra estrella muy diferente pero que también era el centro de toda función en la que participaba: el mítico Woody Allen que en su senectud seguía seduciendo mozas veinteañeras de insultante turgencia. Tanto gesticular debía traducirse en Carrey, antes o después, en un montón de arrugas que en su caso no pueden resolverse vía botox. En su interior no obstante sigue igual de lleno de vitalidad e irreverencia.