'The code' apenas logra escapar en escenas aisladas de su condición de thriller desganado.
Dos de los mejores ladrones del mundo se unen para llevar a cabo el robo de unos valiosísimos huevos imperiales de Fabergé. Keith Ripley (Morgan Freeman) es frío y calculador, y sigue las pautas por las que se han regido tradicionalmente los miembros de su particular gremio. Como contrapunto tenemos a Gabriel Martín (Antonio Banderas), más apasionado pero igualmente efectivo, completando un dúo que para cumplir con su misión deberá neutralizar los más sofisticados sistemas de seguridad en la caja fuerte de una corporación rusa.
Si bien Morgan Freeman suele ser garantía suficiente para sacar a flote determinados productos cinematográficos, no puede aseverarse lo mismo de Antonio Banderas. El malagueño puede presumir de haberse hecho un hueco en Hollywood, pero sus cualidades interpretativas no han destacado especialmente, quedando relegado casi siempre a cintas de acción como la que aquí nos ocupa.
La balanza se decanta del lado del temor cuando tenemos como encargada del proyecto a la discreta Mimi Leder, directora de productos como El pacificador, Deep impact o Cadena de favores. Por otra parte, el guión es de Ted Humphrey, debutante en pantalla grande tras firmar episodios sueltos de The unit o Shark. Las esperanzas de hallarnos ante un filme interesante van decayendo rápidamente.
The code apenas logra escapar en escenas aisladas de su condición de thriller desganado. Estamos ante una nueva película de ladrones que sigue los pasos ya trillados por tantos otros títulos anteriores. Primero los ladrones deberán vencer sus suspicacias iniciales para acceder a colaborar juntos, luego vendrán los preparativos del robo, y por fin su ejecución. Algo así, que puede llevarse a cabo con gracia −incluso si se toma como elegante divertimento, y si no que se lo pregunten a Steven Soderbergh y esa saga con Danny Ocean y sus secuaces−, deviene aquí hastío hecho celuloide.
Uno de los más graves problemas de la cinta es que opta por la exageración y los topicazos antes que por un realismo sucio que le confiriera más encanto al argumento. La primera vez que vemos en acción al ladrón que interpreta Banderas ya intuimos por dónde van a ir los tiros −los que disparan una pareja de policías en un vagón de metro abarrotado de inocentes, concretamente−, y a partir de ahí todo resulta tan artificial que cuesta horrores mantenerse dentro de la trama y no perder el interés.
Pero, ante todo, sentimos el ridículo. Está presente cada vez que oímos de fondo unas irritantes guitarras españolas en las escenas protagonizadas por el ladrón hispano. También en todos los momentos donde se desarrolla el romance con la atractiva Radha Mitchell, metido con calzador. Asimismo, cuesta no sonrojarse ante los tramposos giros del guión con los que se quiere cerrar la película.
Resumiendo, una floja historia de ladrones que funciona a medio gas, echando mano del sensacionalismo barato, los tópicos y la trampa. Algunos tipos nacen para componer música, otros para dividir el átomo; yo nací para robar cosas, asegura el personaje de Freeman en un momento de la historia. Cada día tenemos más claro que Mimi Leder no nació para dirigir buenas películas.