Tony Gilroy, guionista y director de Duplicity, confesaba recientemente que durante la materialización de la que es su segunda película tras la cámara, convivía permanentemente con el temor de que otra distribuidora chafara su idea, y que víctima quizá del espionaje industrial que centra su argumento, le quitaran la posibilidad de abordar una cinta de espionaje desde una perspectiva inédita (algo a su juicio sorprendente, cuando lo retratado es una faceta tan apasionante como habitual en el mundo de los negocios).
Gilroy, que a sus 53 años se ha convertido en una apuesta relativamente segura al guión como atestiguan sus intervenciones en proyectos de primera línea de Hollywood (Armageddon, la saga Bourne...), había debutado en el 2007 tras la cámara con Michael Clayton, y coincidiendo con lo que nos decía el ilustre David Koepp en nuestra reciente entrevista, descubrió que la experiencia para el guionista sólo es plena en ese punto en que se dirige el propio texto, algo que además a él le permitió ganar en equilibrio a la hora de juzgar los cambios que todo director aplica sobre el texto escrito, y que le hizo considerar que con todo el alma que se pueda imprimir entre líneas, el realizador es el auténtico responsable de una producción.
A propósito de esta dualidad de competencias, durante los 125 minutos de Duplicity atendemos a lo que son las características de un guionista que hace de su práctica en los textos su mayor baza, pero que no es todo lo hábil que debería al contenerse e imponer el necesario control que un director experimentado ha de aplicar a las líneas. Posiblemente en su nueva posición siga sin querer prodigarse en mutilaciones al texto, y los constantes diálogos entre el dueto protagonista (la Roberts y Mr.Owen, repitiendo protagonismo tras Closer), por más que puedan tener momentos de chispa y brío, llegan a pecar de locuacidad. Algo agravado por la extensión de una cinta que limita su acción a forzar estrés de oficinas, manipulaciones y engaños, de los que son víctimas tanto sus personajes como el voluntarioso espectador.
Sin posibilidad de un miserable cruce de tiros, de pirotecnia explosiva, ni de ese necesario recorte de conspiraciones, Gilroy-director opta por los saltos temporales en el relato que resultan efectivos en el primer tramo cuando la confusión genera duda. En contraposición, cuando llega el desenlace ni la pericia en el cierre le libra del peso del lastre del metraje acumulado, en un punto donde las cosas sencillamente importan menos que el tiempo invertido, punto en que poco jugo puede sacarse a los aparentes giros y piruetas argumentales.
En lo demás, juegos de estética setentera con planos que van y vienen para despedir algunas escenas tampoco pueden contribuir a inyectar energía, como no lo logra el recurso -agradecido en taquilla- de cruzar actores de primera línea a intentar crear química, función limitada a lucir en el cartel promocional fuera de la sala.