De nuevo otra película estrenada con retraso, incluso a pesar de haber ganado el Goya a la Mejor Película de Habla Hispana hace dos años, lo que dice mucho de la repercusión de los premios entre el público más allá de la vencedora en las máximas categorias. Además la que nos ocupa supuso también el regreso al formato cinematográfico del veterano cineasta bonaerense Alejandro Doria, tras más de quince años dedicado a la filmación de series de televisión y ser recuperado para el cine con la cinta 18-J (2004), compartida con otros de los más destacados realizadores sudamericanos.
Las manos narra el periplo de un sacerdote tras ser defenestrado por la jerarquía eclesiástica y cada vez más enfermo por su hábito fumador, circunstancias que le llevan a crear con sus propias manos una pequeña iglesia en una parcela prestada a las afueras de la ciudad. A tal tarea se le une Perla (Graciela Borges), una adinerada mujer que fue curada de cáncer por él y que decide dedicar los últimos días de su vida y parte de su patrimonio a ayudarle en la misión. Aunque la tarea de levantar el templo es dura, no será nada comparado con la posibilidad de conseguir el permiso de la Iglesia para poder recitar misa en ella, ya que toda la curia reniega del padre milagroso.
El argumento parte así de una interesante premisa que, aunque alcanza algún momento de intensidad, no llega a cuajar. El debate entre la razón (la ciencia) y la percepción (la creencia) está someramente apuntado en su guión brillando con especial intensidad en el discurso que el padre Pantaleo dispensa en la Facultad de Psicología, donde se matricula para completar estudios que le ayuden en su oficio sanador. Allí, interpelado por el catedrático, el padre explica cómo en Occidente se ha privilegiado la razón como fuente de verdad y se ha olvidado la percepción, al contrario que se hace en muchos paises orientales. Su tesis se apoya en que si bien la razón no debe ser olvidada, los seres humanos como entes vivos somos un cúmulo de energía que se regenera cada poco tiempo, dando lugar a distintos estadios de intensidad dependiendo de nuestro estado vital. Así, él se define como un simple registrador de esa energía, permitiendo determinar la enfermedad de algún órgano en el cuerpo, la curación ya sólo es cosa de Dios. Yo soy la guitarra. Él es el guitarrero. -dice el padre.
Lástima que los autores se decanten por la parte más lacrimógena de la historia y el film decaiga hasta convertirse en una hagiografía de su protagonista, con una secuencia final milagrera que echa por tierra todo el trabajo realizado anteriormente con la entereza del personaje respecto a su virtud. Entereza de la que gran parte de responsabilidad tiene el actor Jorge Marrale que realiza una majestuosa interpretación de un personaje muy difícil de hacer creíble por su actitud en los tiempos actuales. Por su parte, el director deja unas cuantas perlas en forma de secuencia que dan buena muestra de que aún conserva un buen pulso cinematográfico, en especial aquellas nocturnas que muestran al padre atormentado y dolorido por la controversia y problemas que causan a los demás su don. La breve secuencia del sacerdote observando a solas su radiografía a la luz de la luna es de una gran belleza y explica gran parte de la personalidad del protagonista.