La ópera prima de David Planell no existe más allá de su guión. Podría verse con los ojos cerrados.
Ganadora de la Biznaga de Oro a la mejor película en el recién concluido Festival de Málaga, La vergüenza representa a la perfección uno de los modelos básicos del cine español producido durante los últimos años; un modelo tan sumiso a la oficialidad progresista y bienpensante que enrarece la atmósfera cultural de nuestro país, como pueda serlo una comedia juvenil norteamericana respecto de las leyes de la taquilla y el marketing.
Nos referimos a ese tipo de drama “humanista”, supuestamente “comprometido” con la realidad, discursivo y carente de valores formales, que antes han encarnado títulos como Te doy mis ojos, Princesas, Pudor, Cobardes, La suerte dormida o Una palabra tuya, y que esta temporada pasará a defender La vergüenza. Una película de planteamiento muy ambicioso sobre el papel, pero que se queda precisamente en ese estadio, el del papel, al no existir en puridad más allá del guión escrito por el también realizador debutante David Planell.
De modo que ni el conflicto inicial —una pareja enrollada se ve obligada a confrontar sus peores fantasmas ideológicos cuando acoge a un niño peruano—, ni una posterior deriva narrativa que aspira a radiografiar las imposturas que moldean nuestra percepción de nosotros mismos y de nuestras relaciones con los demás, alcanzan ningún tipo de reverberación artística.
Habrá quien achaque el problema a la realización, pero lo cierto es que ya la escritura de Planell adolece en sí misma —pese a apreciarse en ella un incuestionable trabajo de estructuración, simbolismos y proyecciones— de varios aspectos discutibles: los personajes son de manual, no trascienden la categoría de portavoces de los problemas que trata Planell, y sus intérpretes no parecen muy cómodos interpretándolos. La mecánica de los acontecimientos presenta un afectado carácter verborreico y teatral (los hechos se condensan en doce horas). Y las sorpresas que jalonan el metraje en su segunda mitad desvirtúan el tono costumbrista de la propuesta sin llegar a subvertirlo.
Por supuesto, no detectaríamos tantos fallos si no fuese por la mediocridad de la puesta en escena. Se dice que no hay nada mejor para que a uno le produzcan un largo en España que escribir una historia para tres personajes ceñida a dos escenarios. No sabe uno si también se recomienda, en la misma línea de ahorro, que la resolución formal del proyecto en cuestión se pliegue a los pedestres modos del plano medio, el plano/contraplano y el montaje funcional. El caso es que David Planell lo ha hecho gustosamente, haciendo de La vergüenza una película árida, cercana estéticamente a un docudrama producido para la pequeña pantalla.
No pudo uno evitar, viendo La vergüenza, recordar el título homónimo realizado en 1968 por Ingmar Bergman. Aquella sórdida fábula en torno a los estragos éticos y psicológicos que la guerra provoca en los seres humanos tenía no pocos puntos en común con la cinta de David Planell, empezando por el sentido último del título que comparten ambas películas. Pero si a Bergman le bastaba con los rostros de Liv Ullman y Max Von Sydow, el fuera de campo y la fotografía de Sven Nykvist para concretar una ficción cuyas demoledoras conclusiones eran casi inexpresables con palabras, debían todo su efecto al poder de las imágenes, a Planell le pasa exactamente lo contrario: La vergüenza podría verse con los ojos cerrados.