La semana pasada apareció en los medios el hallazgo de un film inédito de Charles Chaplin. Vaya por delante que de estos supuestos hallazgos me fío menos que del Top 250 del IMDB para elegir una película, porque en los tiempos de wi-fi que vivimos lo más probable es que se trate de una promoción barata y de rápida propagación (viral, la llaman) de algún documental sobre el genial cineasta o de la propia web de subastas donde se adquirió. Al tiempo.
La noticia no se centraba en la aparición del material inédito, si no en que este se había hallado en una lata de película adquirida en eBay a un precio de tres euros y medio por un comprador que, casualmente, era vecino de un empleado de la Autoridad Británica de Clasificación Cinematográfica que pudo certificar su autenticidad.
Bien. Si esto fuese una secuela de Alien le podríamos perdonar lo rebuscado de la trama, porque a los viejos amigos se les perdona casi todo. Pero hilvanar todo esa retahíla de casualidades para sacar a la palestra el inédito de un cineasta magistral, pone de manifiesto el rápido deterioro de memoria que el público cinematográfico padece respecto a un arte que sólo tiene cien años de vida.
En su reciente visita a España, el veterano y excelente actor Christopher Lee dejó alguna perla respecto a su percepción del séptimo arte hoy día respecto a los tiempos en los que empezó a trabajar en la Hammer: El negocio se ha comido al cine. Es tan evidente como constatar la incredulidad que un adolescente demuestra al comprobar que están emitiendo una película en blanco y negro por televisión.
La noticia sobre el hallazgo de Chaplin no es su afortunada compra en Internet por un precio excelente. La noticia es que se haya encontrado algo desconocido de uno de los padres de este arte tan vulnerable. Contar la noticia de otro modo es comparar la aparición de un demonio de Tasmania en una lata de berberechos con el hallazgo de un inédito de Cervantes en el Archivo Histórico Nacional. A ver si nos aclaramos.
Charles Chaplin sufre uno de los mayores e injustos olvidos voluntarios que se puede perpetrar con un artista: el de relegar su obra a un rincón por considerarla incómoda. Sí, es cierto que su mítico personaje es reconocible en el mundo entero, pero su cinematografía sufre una suerte de exilio provocado debido a la orientación política y los escándalos que coronaron la carrera del cineasta en sus dos últimas décadas.
Chaplin era un idealista. Y un libertino. Y era de izquierdas. Y tuvo la osadía de llevar esas ideas a su cine, sobre todo teniendo en cuenta que trabajaba en un país donde éstas se perseguían. Décadas después, aún no hemos aprendido a distinguir la vida personal de un artista de su obra, dejando que la cultura imperante mantenga un velo sobre uno de los artistas más libres, completos e innovadores que darán los siglos: director, actor, guionista, montador, compositor, intérprete musical...
Chaplin era un perfeccionista que controlaba personalmente todas las facetas técnicas y artísticas de sus cintas. Podía tardar más de dos años en el rodaje de una de sus películas, repetir diariamente una escena durante dos meses hasta que quedaba a su gusto, hasta pasar decenas de horas en el estudio grabando la música para su creación. Hasta el mítico bailarín Nijinsky asistía a sus rodajes porque decía ver a un bailarín en las secuencias de acción de sus cortos.
Cuando los estudios cinematográficos exprimían a los actores bajo contratos leoninos que les obligaban a grabar películas y promociones sin contar con su criterio, Chaplin soñó. Soñó que los actores tuvieran libertad creativa y decidieran sobre los proyectos en los que participaban. Soñó y fundó la United Artists, primera compañía cinematográfica gestionada por intérpretes. Varios lustros después, son los nombres de los actores lo que copan la lista de personas más poderosas de la industria del cine.
Y ahora, por favor, cuando quieran darnos la lata con Chaplin, emitan Luces de la ciudad. O El gran dictador. O Candilejas. O La quimera del oro. O Día de paga. O Tiempos modernos. O...