Al hilo de la interesante cinta de Sigfrid Monleón sobre la biografía del poeta Jaime Gil de Biedma, uno se pregunta cómo es posible que en este país que cuenta con una de las más arrolladoras listas de personajes ilustres de la historia, el biopic no sea un género mucho más transitado por nuestros cineastas.
Desde la impresionante lista de reyes de las sagas de los Austria y Borbones hasta los más insignes deportistas de nuestros días se podrían contar más de un centenar de personalidades cuyos aspectos biográficos podrían dar pie un excelente guión cinematográfico. En mi papel de Víctima del Celoluide, de roedor del patio de butacas, de penitente de los estrenos de los viernes, asisto con envidia a las imaginativas biografías que otros cineastas, sobre todo norteamericanos, son capaces de encontrar en sus compatriotas. Cualquiera de los presidentes que han habitado en el despacho oval o el inventor de los limpiaparabrisas de barrido automático: parece que la biografía de cualquier ciudadano estadounidense es meritoria de ser llevada al cine. En nuestro país, notables como Cervantes, Quevedo, Picasso, Lorca, Dalí, Buñuel, Gregorio Marañón, Ramón y Cajal, Camilo José Cela, Fernando Fernán-Gómez, Ramón Gómez de la Serna, Ortega y Gasset, Luis de Góngora, Murillo, Sorolla, Velázquez, Ángel Nieto, María Moliner, Joan Miró, San Juan de la Cruz, Margarita Xirgu, Kubala, DiStefano, Umbral y otras decenas más, permanecen en un extraño olvido cinematográfico que, una vez más, viene a hablar muy poco de la escasa penetración y capacidad de los cineastas españoles y su industria.
Dispuesto a encontrar los motivos de esta desidia, me arriesgo con estos:
Primero, una recreación histórica siempre necesita un esfuerzo económico en la producción y otro imaginativo en la narración que consiga trasladar determinado momento temporal al espectador. De ninguno de los dos parece estar muy sobrado el tejido del cine en España.
Segundo, gran parte del dinero del cine procede de fuentes gubernamentales y ese dinero siempre es cobarde. Invertir en la explicación biográfica de un ilustre que no pertenece a la orientación ideológica que la alimenta da auténtico terror a los responsables que año tras año conceden las subvenciones del cine. Ya bastante difícil es ganar las elecciones para además ponerte en contra a Cervantes o Picasso, nada menos.
Tercero, la particular idiosincrasia de la personalidad española nos impide ver las virtudes de los demás con claridad. La envidia, la soberbia, la falta de humildad, la escasez de empatía y otras flores que nos adornan limitan nuestra capacidad para observar con distancia y admiración la vida y obra de una persona ajena.
Cuarto, casi ninguna de las biografias de los personajes citados es absolutamente positiva, lo que acrecenta los problemas señalados en los tres puntos anteriores ante el fracaso de una cinta que no sea hagiográfica. Revise el lector someramente, por ejemplo, la vida de Cervantes y verá guerra, fraudes a Hacienda y posibles relaciones sentimentales con miembros de su familia... a ver quién quiere manchar tal nombre aunque sea contando la pura verdad.
Quinto, los productores españoles miran a corto plazo. La escasa productividad de nuestro cine impide que una compañía inverta en un proyecto con vistas a recoger beneficios a partir de los cinco años de su puesta en marcha. Ese perfil de inversión no existe en España, donde es preferible el pellizco de un primer y único fin de semana en salas que la recaudación a largo plazo por la explotación en ciclos, filmotecas y cine-clubs durante lustros.
Para terminar, dos ejemplos de cintas del perfil citado que han corrido distinta suerte: Manolete (Menno Meyjes, 2007), inédita en España después de que se anunciara su rodaje a bombo y platillo y que a punto ha estado de dar al traste con uno de los más activos productores españoles. Lope (Andrucha Waddington, 2010), una esperanzadora cinta sobre la vida del literato que, aunque no se centrará en su exacta biografía, parece que sabrá explotar la mina de un personaje de nuestra identidad.