Todo rezuma torpeza, desidia y cansancio.
Las aventuras de Lisbeth Salander tocan a su fin en esta tercera entrega de la adaptación al cine de las novelas del fallecido Stieg Larsson, Millennium, que como auténtico fenómeno de ventas tiene la particularidad de que esta vez han sido los propios compatriotas de Larsson y no Hollywood quienes se han llevado los beneficios de la adaptación. De hecho, no sólo la parte productora es netamente autóctona del país donde se originó el fenómeno, prácticamente todo el equipo técnico y el reparto también, ofreciendo una visibilidad del cine sueco en todo el mundo que ni Bergman había conseguido.
Las dos últimas partes, dirigidas por Daniel Alfredson son en realidad una única película alargada y dividida para obtener pingües beneficios: no hay ruptura dramática ni técnica en su factura, e incluso se rodó como si de una única cinta se tratase. Así, al comienzo de este Millennium 3, se nos expone una especie de prólogo en el que se mezclan imágenes del nuevo capítulo con el anterior, introduciendo innecesaria y torpemente al espectador en la trama narrada.
Pero no es lo único: todo rezuma torpeza, desidia y cansancio. Ya avisábamos con Millennium 2 del desfallecimiento respecto de la interesante primera parte a cargo del realizador Niels Arden Oplev, aunque entonces lo achacabamos a que se había perdido el encanto de descubrir a los personajes. Pero ahora ya podemos asegurar con toda confianza que el rodaje de esta segunda y tercera parte se realizó con prisas y sin tener en cuenta el más mínimo objetivo artístico sino solamente la rápida recaudación económica de un fenómeno pasajero antes de que se extinga su eco. Una pena, porque el material dramático a sus espaldas tiene cierto interés, como la trama política que acusa al gobierno sueco de encubrir militares rusos; o el retrato social y psicológico de una serie de jóvenes altamente tecnificados que ven como una sociedad en exceso normalizada busca la menor excusa para tomarlos como chivos expiatorios.
En lugar de sacar rendimiento a estos frentes, la absoluta falta de ambición cinematográfica que rodea a esta última parte del proyecto es tan profunda que incluso afecta a sus dos actores principales, condenándolos a una apatía interpretativa que roza lo vergonzoso. Si en la primera de las películas fue positivo descubrir a Lisbeth Salander y a Mikael Blomqvist de la mano de Noomi Rapace y Michael Nyqvist respectivamente, en esta última hemos podido ver como ambos deambulan por la pantalla sin ánimo ni gracia, convirtiendo en caricaturas los poderosos personajes que tenían entre manos. Una pena porque, como ya hemos dicho, el personaje de Salander tiene los mimbres para contar bastantes más cosas de lo que se han permitido sus autores. Basta recordar las dos únicas escenas de acción incluidas para corroborar lo comentado: una es una supuesta escena trepidante en la que un único coche de policía -uno- atraviesa un parque para llegar a tiempo de evitar un crimen; la otra es una entrada de las fuerzas especiales en la sede del grupo de Zalachencko a una velocidad y tensión parecida a la que uno emplea al traer la compra hasta la cocina de casa.
Ante los deméritos del Daniel Alfredson, que parecen haber contagiado a la excelente Noomi Rapace, nos cabe esperar algo que en otras ocasiones hemos considerado un ultraje: que la industria norteamericana del cine espere a que se extingan los actuales derechos sobre la novela y ruede una versión hollywoodiense dentro de un par de lustros. Lisbeth Salander se merece un final más digno que la lamentable secuencia donde se enfrenta, finalmente, a su hermano.