Una de las propuestas más perfectas que la cartelera puede ofrecer.
Rodrigo García, el hijo pródigo, lo ha vuelto a hacer. Ha vuelto a lo que mejor sabe, imbuirse en el complejo universo de los sentimientos de signo femenino para retratar, en esta ocasión, la necesidad maternal de querer a un hijo y protegerlo. Madres e hijas bien podría ser el jalón que cerrase la trilogía que inició con Cosas que diría con sólo mirarla y Nueve vidas, ambos filmes de estructura coral que se deslizaban por las irregulares esquinas de las emociones siempre sentidas en piel de mujer. Si en aquellas, García ya había garabateado su grafología, en su nueva obra muestra un trazo mucho más depurado y enriquecido.
Es así como parece haber regresado con intenciones de alcanzar la redención después de un extraño coqueteo con una propuesta menor que se apartaba de su república, Passengers. Desde luego, lo ha logrado: Madres e hijas es su mejor y más rotunda obra. Quizás la producción de Alejandro González Iñarritu, experto en la narración de tragedias cruzadas quien funciona mejor como comparsa que como cabecilla, haya colaborado en su inmaculada concepción. En esta ocasión, la atención del realizador elige escrutar los alambicados recovecos del mundo de la adopción, de las madres que deciden optar por esta vía y de las otras tantas que recurren a ella para consumar su imposibilidad de engendramiento.
El espectador no debe dejarse llevar por las simples apariencias. Su argumento, sobre papel, parece sacado de un telefilme lacrimógeno de sobremesa. Lo mismo sucede con su título, demasiado prosaico para lo que los resultados requerirían. Y sin embargo, estamos ante de una de las propuestas más perfectas que la cartelera puede ofrecer en lo que va de temporada. La pista que colabora en evitar el equívoco son los nombres que se ocultan bajo el manto de este filme, articulado mediante tres mujeres que se hacen con derecho propio con la mayoría de sus planos.
Hablamos de Naomi Watts, una de las mejores actrices de la última década, y Annette Bening, otra ilustrada de su generación que aquí ofrece su mejor composición en años, a la cabeza del plantel artístico, además del factor interpretativo sorpresa, Kerry Washington. La vertiente masculina se encuentra representada por un Samuel L. Jackson, quien confirma que no sólo de villanos vive su rostro, y un recuperado –y en plena forma- Jimmy Smits.
García, ya lo ha demostrado, es un genuino orquestador a múltiples niveles. En primer lugar, de actores. Además de disponer siempre de repartos que ya quisieran muchos para sí, logra que cada interpretación alcance un despliegue de matices que parecen surgir de la mera improvisación. En segundo lugar, de las palabras. Sus líneas de guión y de diálogo encuentran su razón de ser en todo momento; nunca una frase está dejada al azar. Por último está la cámara. Los primeros dos minutos de su nueva obra así lo certifican. Una suerte de elipsis sirve para introducir la vida de una de sus heroínas-madre. Es través de esta filosofía elíptica que el realizador construye una imponente arquitectura de secuencias.
Con sólo permitir que el espectador atestigüe unos simples gestos, unas escenas que parecen deliberadamente cortadas o unas situaciones incompletas, García logra el levantamiento de una enorme constitución que mantiene en perfecto equilibrio todas las historias narradas. Bella y profundamente sensible, Madres e hijas no relata una historia agradable, tampoco sus personajes se revelan complacientes, pero su andadura provoca la fascinación por cimentarse en la contemplación de unos acontecimientos que suponen un verdadero desafío para cualquier cineasta o para cualquier intérprete.