Llega Inception a la cartelera, y los tropecientos años que Nolan ha empleado en embaucarnos en rolletes oníricos grandilocuentes (pero de esos con ingredientes ‘cool’: interpretación del final a la carta, argumento que algunos verán metáfora de la realidad y la apariencia…) a muchos espectadores los deja con una ceja levantada y a la masa palomitera preguntándose de qué iba aquello que atribulaba a DiCaprio (o para qué engañarse: agarrándose a cómo las ciudades se repliegan, pudiendo así olvidar que allí detrás había un argumento complejo).

Pero además, al acontecimiento lo acompaña la publicación de la estadística maliciosa de la lista de las películas más complejas recordables, y ni corta ni perezosa, Vanilla Sky se cuela en lo más alto. Los americanoconfusos, señalan sin dudar a esa cinta que vieron porque salía el Cruise, y que de paso servía para promocionar a la latina que tocaba convertir en símbolo ‘sí o sí’, por más que el argumento no lo entendieron siquiera de refilón. En ella su guionista apócrifo tuvo el mal gusto pseudodelictivo (ahí quedan los derechos de autor) de firmar el guión como suyo, aún cuando el remake de Amenábar fuera tan asombrosamente calcado al original que sólo las imperfecciones de toda copia podían diferenciarlo. Pero volviendo a ello, entre sus cambios, la versión USA resultó algo confuso, extraño… demasiado para –otra vez- acompañar a las palomitas.

Curiosamente, esa Vanilla Sky, como remake de Abre los ojos, adaptaba una de las cintas que más burlas podrían despertar a propósito de las escasas expectativas que parece albergar un director respecto a su público: apuntando al desenlace Amenábar dudaba de tal forma de si aquello lo pillaba alguien, que en su deseo de dejar cabos atados prácticamente sacaba a los teleñecos para hacernos diferenciar sueños y realidad. Y tan contentos. O casi, porque aún había quien quería interpretar si todo seguía siendo un sueño finalmente, porque no sólo a Homer Simpson le gusta crear su propia película (“yo es que cuando me aburro, me las invento”).

La cuestión es que lo que algunos intuíamos entonces era un exceso de guión propio de la mente obsesiva que se sabe ante la ocasión de llevar su carrera un peldaño más arriba (no en vano de ahí dio el salto a Hollywood, Kidman mediante), el tiempo nos ha demostrado es algo mucho más inquietante: la necesidad de explicar a una parte determinante de la audiencia que aquello que veía mezclaba sueños y realidad, y deslindar ambos terrenos con explicaciones que el propio lenguaje del cine no alcanza para todos. O lo que es lo mismo, la constatación de que el público es mayoritariamente lerdo, que con dos estímulos determinados responden de forma previsible (entre ellos Cruise en cartel promocional), y que sin los justos reclamos puede roncar o pedir la prórroga para reinterpretar escenas.

Lamentablemente, cuando el cine se dirige a un grupo adoctrinado en el aborregamiento, fácil de desorientar y con justas expectativas, su valor como arte se reduce para quedar equiparado a la escasa capacidad de quien lo recibe. Y si frente a la familia dominguera (sandwichera incluida) el otro punto lo dibuja el extremismo freak analítico, el peso que estos últimos pudieran llegar a tener en la industria en la concepción del producto, queda postergado por la curiosa coincidencia de que ese público inteligente ha optado por bajarse de la moto, ir ‘de gratis’, y no pagar por ninguna más de sus películas.

Entonces uno vuelve a perderse entre los delirios de Origen, entre sus cansinas explicaciones justificativas, en un juego lentamente elaborado para atar los cabos y que en su conclusión sigue dejando dudas, y decide que si algo hace que una parte de la platea se cuestione un par de cosas, que se pregunte por las reglas del pseudojuego y pase el tiempo pretendiendo atender al argumento, Nolan, sin duda, ha vuelto a anotarse un triunfo digno de alabanzas. Inteligible o no.