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El actor y el personaje

Un artículo de Víctima 2046 || 26 / 8 / 2010
mercenarios

Maldice Stallone la desdichada consideración de los ‘héroes de acción’ clásicos, la que los cataloga caprichosamente de tipos torpes y cuadriculados. Lo hace presentando esa barraca de feria con nombre ilustrativo, Los Mercenarios, en que une todos los nombres que puede (se le escapa alguno como Van Damme, probable resentimiento no superado a lo largo de los años) para demostrar que a la hora de alargar la mano en la taquilla, de tonto no tiene un pelo. Y él subraya: Schwarzenegger tampoco. No en vano llegó a Gobernador de California (aunque sea uno de los estados a un paso del abismo de la quiebra) por más que como actores de un tipo determinado de cine, siempre les han considerado poco menos que borregos.

Para subrayar lo absurdo de la situación, lo relaciona con una pregunta constante a lo largo de su carrera, la de quienes se le acercan a cuestionarle qué es realmente capaz de hacer (si saltar de un coche en llamas, si deslizarse por una alcantarilla con una bomba atómica…) ante su agotamiento al reafirmar que allí poco más que poner las caras hacían, que era todo ficción, un show efectista con su participación presencial.

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Lo curioso del caso está en esa confusión permanente entre el actor y el personaje. Con independencia de cuántos personajes lleguen a recibir el rostro del primero. De cómo de variados e incluso contradictorios en características sean. Es este un efecto extraño que padece el cine respecto a cualquier otro arte y que lleva a una confusión tan absurda como incansable, todo basándose en una lógica precipitada que otorga cualidades del personaje a quien le da vida.

A este respecto, se quejaba una vez un conocido escritor de cómo al haber hecho que los actores dijeran las más hermosas frases, de cómo el haberles servido los mejores discursos, nos llevó colectivamente a pensar que eran inteligentes, a que autónomamente tenían algo que decir (en la otra cara de la moneda de Stallone). Así, existe un debate sobre el derecho a opinar de los actores que a menudo reparte la posición de defensa o crítica hacia esta actitud basándose en la coincidencia o no con su postura concreta (es decir, si lo que defiende es conservador o progresista, los del bloque contrario censurarán que hable fuera de guión, en tanto que los del mismo alabarán su derecho a expresarse) pero que en todo caso hace cuestionable que el haber sido hábil en una faceta de la vida (no ya necesariamente en la de la actuación, sino en muchas ocasiones en simplemente haber logrado medrar para vivir de ello) repercuta en una mayor relevancia para dar opiniones. Quizá debería acreditarse algún tipo de conocimiento adicional para dar repercusión a una determinada opinión por encima del simple hecho de ser conocidos. Y podría en ese sentido argumentarse que los guionistas que sirvieron las frases con las que se construyeron todos sus personajes, deberían estar más capacitados para opinar de distintos temas, cuando curiosamente muchos de ellos quedan inevitablemente en un tradicional segundo plano, en una nueva imposición del carisma sobre el fondo que debe resultarles especialmente irritante (más cuando el guión es el que hace triunfar o no a un producto).

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Decíamos al principio que el tema no tiene parangón con otros artes. Que un cualquiera puede convertirse gracias al cine a una velocidad endiablada en ídolo de adolescentes por interpretar a un vampiro, de la misma forma que una vez apagada su luz puede acabar en la desdicha que recientemente nos recordaba Corey Haim. Justo es decirlo, también sucede en otros frentes. Estos días en que George David Weiss nos deja, hay que recordar que el autor de grandes clásicos de Elvis o Sinatra nunca recibió la justa atención mientras muchos tomaban por inspirados autores a los que portaban sus mensajes. Gente no mucho más inteligente que Stallone y compañía en muchos casos.



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