Existe una película extraña y muy casposa que fue el detonante para que la cinematografía indonesia saliera de su regionalismo y se diera a conocer más allá de sus fronteras isleñas: Mistics in Bali (1981), un subproducto de culto en el que las creencias ancestrales de este país megapoblado se mezcla con el folklore sobrenatural más autóctono.

¿Qué sabemos de Indonesia más allá de que su capital es Yakarta, de que su población siempre se mantiene alerta ante posibles tsunamis, y que la religión predominante es la musulmana? Más allá de su historia y de lo exótico que resulta perderse por alguna de sus playas paradisíacas no sabemos nada. Puede que con la ayuda de algunos festivales especializados algunos descubran algunas pequeñas producciones que, dado su régimen de coproducción o de sus objetivos independientes, sólo pueden inmiscuirse dentro de ese cine de autor con evidentes problemas de distribución. Nadie se hace elogio de su rica filmografía orientada hacía el cine de bajo presupuesto, cuya invisibilidad a ojos del espectador occidental resulta cuanto menos preocupante. Si ese público foráneo sintiera una mínima curiosidad por la historia cinematográfica de Indonesia, seguramente daría pie a que se introdujeran algunos géneros populares entre nosotros (aunque sea en festivales más especializados, algo que ocurre en contadas ocasiones). Géneros que describen el perfecto engranaje comercial y logístico de una industria que ha plantado cara a la censura impuesta por el gobierno local a base de pueriles reivindicaciones introducidas en películas de dudosa calidad artística. Tal vez sea pedir demasiadas peras al olmo, y más cuando nadie sabe situar en un mapamundi este archipiélago de país llamado Indonesia. Mistics in Bali (o Leák en su título original) intentó romper esa discordante ignorancia hace ya más de veinte años al ser descubierta por algunos productores estadounidenses y europeos.

H. Tjut Djalil fue el encargado de hacernos descubrir esta joya de la serie Z (basada en una novela de Putra Mada), en la que nos adentra en el mundo de la magia negra de algunas tribus locales. Toda esta exposición ritualista le sirve de excusa para presentar a una serie de personajes fantásticos a cada cual más variopinto y todo un catálogo de trucajes artesanales que hoy en día están más que superados. Todo empieza por la curiosidad que una estudiante americana siente por los rituales secretos que se practican en algunos rincones de Indonesia; un amigo con derecho a roce le introduce a dichas prácticas, y la inocente joven, como no podía ser de otra manera, termina poseída por una chamán. Lo más interesante del filme es que Djalil nos presenta a un personaje muy temido por algunos pueblos de Asia central: los krasue, una especie de cabeza femenina en la que le cuelgan todas las tripas, que se alimenta a base de succionar fetos de mujeres preñadas con tal de completar todo el cuerpo. En Indonesia y Malasia es más conocida por el nombre de penanggalan. En definitiva, una versión autóctona del vampiro occidental pero con influencia sugestiva de la magia negra en la que termina convertida la joven americana. No sin antes transformarse en un babirusa, unos extraños cerdos reales que viven en las islas Celebes y que tienen unos cuernos arqueados que les rasgan la piel.

Todo un catálogo de cine trash hecho con mucho cariño y que invita a reflexionar sobre como la parquedad de medios es suplida por un espiral de creatividad desbordante. Una creatividad que fue malinterpretada por sus productores, y es que dado el miedo que provocó la lectura de la novela original, el equipo de rodaje tuvo que desplazarse a la isla de Java para rodarla, pues no les dieron permiso para rodarla en Bali. Algo que no irritó a Djalil, un realizador especializado en productos gore o de terror bizarros como Satan’s Bed (1983), The White Alligator (1988) o la demencial Lady Terminator (1988). Otros compañeros suyos se sumaron a esta iniciativa de facturar películas baratas con alto contenido sangriento, como Ratno Timoer y su Devil’s Sword (1984), una película que funda sus bases en la fantasía heroica y que aprovecha el poder sobrenatural otorgado a las serpientes para concebir un filme de aventuras épicas. Más heroísmo pasado por el colador del cine basura lo encontramos en todas esas producciones que adaptan los cómics del gran dibujante Ganes TH, tal vez el padre de la historieta moderna Indonesia. The Warrior es su personaje emblema, y el que más veces ha sido adaptado en fotogramas de alto contenido violento (en una de sus aventuras lo encierran en una cueva y lo torturan hasta arrancarle ambos ojos, que recupera gracias a la magia de un monje).

Otros misterios de la indonesia cinematográfica los tendréis que descubrir pegándoos un viaje por los suburbios de la Yakarta cosmopolita. Seguro que en algún viejo cine que aún conserva algunas latas de películas de los años 80 os harán pases especiales a buen precio. Será la manera de penetrar en el corazón del exotismo fílmico de un país del que nunca veremos estrenar ninguna película de forma comercial, y menos viendo como muchos multicines de nuestras ciudades se asfixian por la infamia del blockbuster norteamericano de bajo nivel cultural. Casi mejor ahogarse con la podredumbre fílmica de una cinematografía demasiado exótica como para ser comprendida o disfrutada por un público abanderado al cine con actores caucásicos, algo que es imposible que se dé en el cine indonesio.