Pronto se cumplirán los veinte años de El Almuerzo Desnudo, esa recreación delirante de la homónima novela de Williams S. Burroughs, que en manos de David Cronenberg se convirtió en una alucinación fílmica digna de analizar por un psicoanalista.

Y es que el personaje que interpreta Peter Weller es un exterminador de insectos inculpado en un accidente de salud pública que afecta a su empresa, y que opta por refugiarse en el apasionante mundo del escritor solitario. Sus ficciones literarias bien podrían convertirse en manuales de consulta de cualquier psicólogo al narrar, de forma desordenada, sus propias enfermedades, provenientes de su subconsciente a consecuencia de su adicción a las drogas y al alcohol. Una adicción que comparte con su esposa, a la que asesina en un momento de poca lucidez mental, y que le obliga a emigrar en territorio desconocido pero que por las imágenes recuerdan algún país del Próximo Oriente. Un delirium tremens que Cronenberg explora a través de las alucinaciones que experimenta el protagonista y que pasan por ver como su máquina de escribir se transforma en un engendro sexual en forma de cucaracha o de tomar una copa con un monstruo salido de la taberna espacial del cuarto episodio de Star Wars.

El Almuerzo Desnudo (1991) recrea esa prosa experimental de Burroughs a través de la estética propulsada por Cronenberg a través del movimiento de la “nueva carne”. Esta tendencia que ya venía aplicando una década antes con productos como Videodrome (1983) se consolida en este filme al ver las horripilantes (y asquerosas en cierto modo) imágenes protagonizadas por esos insectos que se mezclan con la chatarra. Por este motivo, y sin que sirva de pretexto para adorarla más allá de su contexto metalingüístico, con este proyecto Cronenberg asentó las bases de su conceptualismo fílmico, dotándolo de cierta coherencia (dentro de lo caótico que resulta la propuesta) y madurez intelectual. Encima lo mezcla con ese surrealismo que se estaba cociendo a mediados de los años 80 en muchas cinematografías mundiales, con la figura de David Lynch como líder del pelotón. Y no por casualidad El Almuerzo Desnudo presenta similitudes visuales con Cabeza Borradora (1976), si bien Cronenberg la filma en color y su narración, por más que resulte incomprensible en muchas secuencias, no resulta tan hermética ni anticomercial como si lo es la opera prima de Lynch. Aún quedaban unos añitos para que sus refinamientos oníricos sedujesen a toda una generación, mientras que Cronenberg ya había conseguido el beneplácito de la crítica y público a finales de los setenta con producciones de terror como Rabia (1977). Solo faltaba consolidarse dentro del género fantástico, y aunque esta visión peculiar de los mundos literarios de Burroughs fracasase estrepitosamente en taquilla, el boca a oreja y la comprensión por parte de un sector de la industria mundial que se encargó de otorgarle varios premios, hizo que se la reconociera como una obra visionaria, imaginativa y permeable en la memoria cinéfila.

En definitiva, que nos hallamos ante una experiencia única que se sitúa a medio camino entre ese tipo de producción de arte y ensayo que antes conmovía a los espectadores que reivindicaban el cine como arte y esa originalidad que emanaba en el cine comercial para ofrecer productos dignos. Cronenberg apostó muy alto, y como nadie quería arriesgar, tuvo que buscar financiación a tres bandas: productores canadienses, ingleses y japoneses sumaron esfuerzos para que este viaje onírico en los confines de la mente de un perturbado drogadicto con una mente brillante se convirtiera en una película de culto. Ahora la podemos rescatar gracias al formato doméstico para darnos cuenta como Burroughs y Cronenberg defendían a capa y espada el extinto mundo analógico que ya forma parte de la historia invisible de la generación actual.