Pongamos que el presidente del país más poderoso del mundo fuera una marioneta. Por un capricho paternal, la mayor de las descargas eléctricas lo ha situado al frente del orden internacional para ser el líder de occidente. Sólo que él es sólo un peón, el testaferro de unos intereses económicos que funcionan como engranajes de un motor que suena a democracia. Como el ejercicio imaginativo da para pocos esfuerzos (cambiemos eso sí la figura de presidente por la de vicepresidente, y en vez de un padre que marca el camino pongamos a una madre), mejor empleemos las energías en un salto en el tiempo. Si la readaptación del libro de Richard Condon suena más actual que nunca y a muchos su base les resultará real como la vida misma, lo cierto es que ya en el año 1962 las conspiraciones políticas servían para urdir golpes de estado encubiertos, entonces bajo la dirección de John Frankenheimer y con el protagonismo de Frank Sinatra. Jonathan Demme, responsable de El silencio de los corderos, se encarga ahora de esta nueva acometida en eso que bajo el nombre de remake esconde la falta de ideas en su grado sumo. No obstante, lejos de la crítica fácil a la recurrencia de Hollywood, máxime cuando otros cines –mejor no citar ejemplos– no sólo viven de una endogamia argumental, sino que imitan sin pudor y con bastante escasa diligencia a aquello que critican, la posibilidad de rehacer con el tiempo, nuevos medios y rostros actuales viejas cintas, no siempre tiene que dar un resultado negativo.
Denzel Washington recrea de forma irregular al comandante Bennett Marco a cuyo servicio se encontraba Raymond Shaw (Liev Schreiber), cuando en una emboscada éste último aparentemente se hizo cargo de la situación salvando a parte del pelotón y alimentando currículo para su futuro político. Pero algo falla en la cabeza de todos los supervivientes. Los recuerdos no encajan, los sueños muestran tenazmente una versión distinta. Algo turbio se esconde en su propio inconsciente, y el excomandante luchará por reordenar las piezas aún a riesgo de que le tomen por otro chiflado más de la guerra del golfo (sí, el conflicto bélico se ha actualizado respecto al original).
En cuanto al resultado, la dirección de Demme se muestra generalmente eficaz, aún cuando a la hora de proyectar suspense en todo lo relativo a las lagunas mentales que se desvelan en sueños fragmentados y cómo estos se filtran en la realidad, aparece contenido, desaprovechando el entorno onírico para aportar algo más de surrealismo y sacar más jugo a la imagen. Las pocas veces que intenta ahondar más, adolece limitaciones, y pierde ahí una baza que habría logrado dar más cuerpo a la inestabilidad de los protagonistas. Su corrección no repercute en creatividad.
Washington, por su parte, si bien empieza poco prometedor acaba desempeñando un papel que cumple al moverse entre la locura y la lucidez, algo que limpia su expediente respecto a sus últimos trabajos. Aún cuando se le sobrecargue algo su personaje, Liev Schreiber resulta también solvente a la hora de dar un aspecto enigmático con dos caras en que difícilmente una llega a asomarse totalmente para mostrar su verdadera personalidad. Pero la sobrecarga se hace más patente en el caso de Meryl Streep, antagonista de caracterización excesiva y cuasidemoníaca que sólo por su capacidad de expresión se hace verosímil, y que es fruto de un texto en que la pareja formada por los guionistas Daniel Pyne (Pánico Nuclear, Un Domingo Cualquiera, De Repente un Extraño...) y Dean Greorgaris (Tomb Raider: La cuna de la vida, Paycheck de John Woo) acaba en general siendo mucho más equilibrada de lo que se podría intuir por su bagaje.
La conclusión es que como argumento de conspiraciones que mezcla algo ya hecho con una actualidad demasiado parecida, a pesar de sumergirse totalmente en la ficción da una buena sesión del género a la que se le podía haber sacado más partido, pero que tiene en su búsqueda de analogías su rasgo más valioso.