Un automóvil rosa, una relación muy especial entre dos jóvenes inconformistas y preciosas panorámicas de la Australia profunda. Una idílica visión que se descompone a medida que rascamos la superficie emocional de los dos únicos protagonistas de la función.

Un salaryman japonés, bien posicionado en la empresa en dónde trabaja, cumple su sueño de encontrar un Citröen DS modelo 1967 a través de Internet. El único problema es que el vendedor es australiano y la única condición que le pone es que entregue el dinero en efectivo. Una vez llega al país de los canguros, descubre que el viejo automóvil es propiedad de una joven ciega (Rose Byrne), cuyos primos han intentado robarle para precisamente venderle al ejecutivo nipón. Ambos jóvenes decidirán poner rumbo hacía el pueblo natal de ella con el destartalado Citröen, un modelo más conocido por los coleccionistas en general como la diosa del asfalto.

The Goddess of 1967 es una nueva muestra de cómo entiende el cine indie la realizadora hongkonesa Clara Law (Luna de Otoño) mediante una historia de encuentros casuales que culminan en un largo viaje hacía parajes desconocidos que parecen tener relación con el pasado de uno de ellos. Una “road movie” que recorre el vasto territorio australiano, y en la que se superponen esos amargos recuerdos que esconden los dos viajantes durante todo el trayecto, encontrando un punto de entendimiento mutuo a pesar de las divergencias culturales.

Las diferencias se limaran al conocer las razones que impulsan a la joven ciega a retornar a sus orígenes, a rescatar de su memoria algunos fragmentos de un triste pasado que implicarán a su compañero japonés hasta límites morales. A partir de ahí viejas reminiscencias franqueadas por tres generaciones se entrelazan a través de la existencia impertérrita del viejo coche de tintes rosados.

En cierta manera el Citröen DS del 67 es el “leit motiv” del filme, la espina dorsal que se ramifica en los sentimientos y recuerdos de la muchacha como si fuesen vértebras dorsales dañadas. Y el único que parece poder recomponerlas es el joven rebelde, cuya implicación emocional determinará el devenir existencial de la chica, perseguida por un trauma familiar, que se traduce en maltratos de cuando era niña por parte de su padrastro, lo que ha germinado durante todos estos años en una ansiada venganza que pretende llevar a cabo al final del viaje.

No existen puntos de inflexión en este original planteamiento argumental (más que en el relato en si, en como se estructura el mismo y la eficaz composición escénica aprovechando los entornos naturales que ofrece el paisaje), pues todos los flashbacks que discurren a lo largo de sus casi dos horas de metraje nos explican el legado familiar de ella sin fisuras. Son 114 minutos perfectamente estructurados a un tempo medio, que fluyen sin cesar y que en parte remarca la fuerza interpretativa de ambos actores, ya que todo el peso recae en ellos, sobre todo en la atractiva Rosa Byrne, ganando por tal labor artística la prestigiosa Copa Golpi en el Festival de Cine de Venecia del año 2000, así como el reconocimiento como mejor actriz por parte de la asociación de críticos australianos. Rikiya Kurokawa, actor japonés algo desconocido incluso entre sus paisanos, también resalta por su camaleónica actitud, pasando de ser un excéntrico a un pasota rebelde con causa, hasta demostrar que ese comportamiento tan bipolar solo le servía para ocultar sus verdaderos sentimientos.

Lo más destacable de todo el conjunto es la visible evolución con respecto al tipo de relación que se muestra en este filme en comparación a otras producciones previas de la misma realizadora. Si en Luna de Otoño la casual fraternidad entre un joven japonés y una adolescente china no trasciende más allá de la simple amistad, en La Diosa del Asfalto esa relación formal se pervierte en una sola noche de desenfreno y bailoteo hasta el punto de germinar en los sentimientos de cada unos de los personajes, terminando obviamente en un deseo amoroso que culmina respetuosamente de forma carnal. A partir de entonces la implicación emocional será máxima, pero salvaguardando las distancias mínimas para no caer presos del deseo.

Puede que esta progresión estilística determinara la elección final por parte de la federación de críticos internacionales a la hora de otorgarle el premio FIPRESCI del 2001. Una sabía decisión que ha permitido que Law sea reconocida como una intrépida cineasta independiente que mima sus historias por encima de cualquier imposición comercial. Lástima que esa misma autonomía le reste posibilidades de ser descubierta por muchas más personas que de buen grado compartirían esas extrañas relaciones que aparecen en sus filmes, hoy por hoy, de poca visibilidad comercial.