Comedia de sal gruesa y chistes verdes donde se materializan las expectativas más funestas que pudiéramos tener
Si en su día las denominadas españoladas tuvieron su razón de ser, en las últimas décadas ese nicho de mercado se ha reducido a su mínima expresión, debido principalmente al cambio de contexto social en nuestro país, a la evolución de las tendencias cinematográficas tanto a nivel patrio como internacional y –suponemos– a un mayor refinamiento y exigencia por parte del espectador medio, que no se suele contentar con el ínfimo nivel de guión, realización y elenco del que aquellas cintas hacían gala.
Sin embargo, La daga de Rasputín nace con vocación de querer reverdecer los pobres laureles de esos títulos, asociados principalmente a Mariano y Antonio Ozores, Alfredo Landa, Juanito Navarro, Andrés Pajares, Fernando Esteso y tantos otros nombres que durante años construyeron un cine cómico de entretenimiento de bajo nivel, que pese a todo logró marcar a una generación que aún recuerda con cariño –nacido de la inconsciencia propia de la infancia y primera adolescencia, eso sí– algunas escenas, personajes o chistes de producciones como Los liantes, Yo hice a Roque III, Los energéticos y similares.
Jesús Bonilla acomete su segundo largometraje, secuela más o menos encubierta de su previa El oro de Moscú, con el respaldo de la friolera de cinco millones de euros, cortesía principalmente de Enrique Cerezo (presidente del Atlético de Madrid de fútbol), para reunir a un grupo de actores eminentemente televisivos –no en vano las tres caras más visibles del reparto ya coincidieron una larga temporada en Los Serrano– que representan una comedia de sal gruesa y chistes verdes donde se materializan las expectativas más funestas que pudiéramos tener.
Poco interesa la excusa argumental, la búsqueda de una daga mítica que conducirá a los protagonistas hasta tierras rusas. El escaso armazón de la historia debería servir para que se crearan situaciones cómicas y chistes que movieran a esbozar una sonrisa, pero el despropósito generalizado en que se va tornando el filme rollo a rollo consigue que sea imposible salvar alguna situación –aunque alguna frase muy aislada logra salvarlo del cero absoluto– o personaje. Como muestra un botón: no hay por donde coger al ridículo personaje de Antonio Resines, que en el pasado ha dado muestras de rendir bien si hay un guión sólido y un realizador que sepa cómo dirigir a sus actores. Y ya ni hablemos de Juan Luis Galiardo o Andrés Pajares, porque la cosa resulta bastante penosa.
A la postre, lo peor de este tipo de películas es que algunos espectadores creerán que todo el cine patrio se halla anclado en este mismo nivel de elaboración, y tal vez la semana próxima se nieguen a entrar en la sala donde se proyecte alguna producción nacional que ofrezca más puntos de interés. Prácticamente cualquiera, en definitiva.