Algunos largometrajes asiáticos funcionan coralmente, expresándose sus historias a través de un costumbrismo rutinario que explora las ciudades mediante la introducción de una serie de personajes que interactúan casualmente con el entorno en los que les ha tocado vivir. Wong Kar-Wai, Naomi Kawase, Tsai Ming Liang o Arvin Chen. Y es este último, que casualmente nació en Estados Unidos, el que nos brinda la oportunidad de sumergirnos en la nocturnidad de una ajetreado Taipei romántico.

Un joven sueña con poder viajar a Paris para reencontrarse con su novia. Mientras espera conseguir el dinero suficiente como para poder dar el paso definitivo, estudia el idioma por su cuenta gracias a la consideración de una joven librera, que le permite leer libremente una guía de conversación en su pequeño establecimiento. Sus gestos, su mirada, su sonrisa… dejan al descubierto las intenciones de la muchacha. Pero a consecuencia de su obsesión por el idioma francés, él la ignora. Su familia tampoco le apoya demasiado y su único camino es recorrer a un gangster jubilado, que entiende sus sentimientos ya que él en cierta ocasión también estuvo enamorado. ¿Pero que sucede cuando, en la noche previa a la huida a la capital de la república gala, el mafioso de la tercera edad le encarga recoger un paquete (que actúa como McGuffin Hitchcockiano), y este es interceptado por los subordinados de su mismo patrón como reclamo económico, al mismo tiempo que se topa con la chica de la librería? ¿Y si el amor estuviese más cerca de lo que espera el chico? ¿Y si esa noche nunca se terminase?

Arvin Chen debutó en el mundo del largometraje con esta historia noctámbula de vidas cruzadas. Aunque Au Revoir Taipei (2010) fuera el primer largo que presentaba, parece que cayó en gracia, pues esta opera prima fue premiada en la 60 edición de la Berlinale con el galardón NETPAC como mejor cinta asiática presentada en el festival alemán de ese año. Venía avalada por Wim Wenders, uno de sus productores, y por el nombre de Edward Yang, desaparecido cineasta taiwanés (tal vez el mejor de la antigua Formosa) que cinematográficamente hablando educó a Chen, pues al regresar éste de Estados Unidos lo contrató como ayudante de cámara, dándole el empujecito en la espalda necesario para que se tirara a la piscina y rodara su primer corto embrionario: Mei (2006), cuya sencilla trama presentaba curiosamente a un joven que buscaba la comprensión amorosa entre los mercados nocturnos de un Taipei bullicioso.

En Au Revoir Taipei, Chen ofrece un peculiar contraste entre esa contemporaneidad que ha renovado la fisonomía de la capital de Taiwan, reconocible por la gran torre Taipei 101 que se eleva hacía el cielo como si quisiera abrazarlo (y que aparece discretamente al fondo de algún fotograma panorámico), y esa visión costumbrista tan idílica que ofrecen esas viviendas enclavadas en esa red de laberínticos callejones que se resisten a desaparecer ante la agresiva especulación inmobiliaria (no por casualidad, negocio legal que sirve como tapadera al clan mafioso). Pero no solamente se limita a contraponer la nueva planificación urbanística frente a los obsoletos modelos de barrios residenciales, en medio de esta discrepancia urbana muestra las relaciones humanas que se establecen entre los ideales de la nueva juventud taiwanesa (a la que en cierta parte ahora pertenece Chen) y la rancia aceptación de los mismos por parte de las generaciones anteriores, cuando no ocasionan choques frontales entre ambas (como le sucede al joven protagonista con su familia de clase baja).

Más allá de esta visible competencia entre lo viejo y lo nuevo, esta pequeña joya oculta del cine asiático sorprende por como se adentra en los márgenes de la comedia romántica, sin rechazar su condición de filme coral desvirtuado genéricamente para centrarse exclusivamente en los sentimientos que sus personajes aguardan en su interior y, que a pesar de sus sencillas personalidades, muestran una sensibilidad mesurada que provoca la empatía con el espectador. Lo que podría haber sido pues una comedia edulcorada con un clímax final sensiblero, ideal para parejas enamoradas obsesionadas por compartir la misma butaca, se desmarca de esa cursilería típica del género para terminar convirtiéndose en un film de autor con cierta predisposición a seducir a un amplio demográfico cinéfilo, mediante una romántica simbiosis juvenil que acontece en prácticamente una sola noche.

En cierto modo esta perfecta asociación sentimental entre los dos personajes principales, que desemboca en un extraño simposio fílmico afrodisíaco, se emparienta con esas incertidumbres emocionales que sufrían las chicas protagonistas de Blue Gate Crossing (Chin-yen Yee, 2002). Curiosamente, en ese contenido largometraje que mostraba como el lesbianismo aún es un tema tabú en según que estamentos de la sociedad taiwanesa, vemos los mismos espacios familiares, las mismas disposiciones urbanísticas y una fraternal hermandad con el filme que ha dirigido Arvin Chen (el restaurante familiar de fideos, la ubicación de la vivienda, etc.).

Pero sin duda alguna, el secreto del filme debe leerse entre líneas en el mismo título original (Yi ye Taibei), cuya traducción literal sería “una página de Taipei”, pero que pronunciado fonéticamente se aproximaría más a “una Noche de Taipei”. Y de eso trata, de una experiencia nocturna por la capital taiwanesa vista a través de los ojos de unos personajes traicionados por el amor; tal vez su última noche inocente, tal vez su última despedida, tal vez la última oportunidad para conocerse mejor, tal vez la única ocasión para amarse.