Un coche averiado, un motel en mitad de la nada, y una larga noche por delante. Ese es el clásico planteamiento de Habitación sin salida, una película cuyo trailer anuncia de forma precisa el peculiar encierro que padece un joven matrimonio. Al borde del divorcio, en uno de sus últimos viajes juntos, David (Luke Wilson) y Amy Fox (Kate Beckinsale) terminan en una situación donde sólo falta Norman Bates ejerciendo de taxidermista. En su lugar, el siniestro encargado del desvencijado hotel al que van a parar, les hace pasar la noche en una habitación donde su único entretenimiento es unos videos snuff filmados justo donde se encuentran. El próximo corre de su cuenta.
Si todo este planteamiento se recoge con la habilidad descrita por el trailer, y supone una buena idea para llevarnos al nudo argumental, el recuerdo acumulado que todas las cintas que el género de suspense ha formado en nuestra cabeza sugiere que desde ahí se nos abandonará en un espectáculo gore, cansino y efectista, cosa que sin embargo nunca llega a suceder.
Con un director y guionista de escasa experiencia, resulta sorprendente que una historia planteada de forma tan contenida haya podido desarrollarse sin que ningún productor se echara las manos a la cabeza por la falta de más vísceras, giros de guión imposibles, apariciones esotéricas o villanos inmortales.
Mark L.Smith como guionista sentía curiosidad en sus viajes por el interior de América por las condiciones de vida de los pequeños hoteles, como conseguirían financiación cuando temporada tras temporada estos parecían siempre igual de vacíos. Con Hitchcock como referencia evidente, se planteó una situación que resultase lo más real posible y así hizo discurrir sin especial elaboración unos diálogos y un avance poco maquinado, logrando que toda esa sencillez repercutiese en naturalidad.
Los miedos planteados resultan elementales y las situaciones son descorazonadoras porque lejos de llevar a la fantasía o a los malabarismos inverosímiles resultan tangibles. Resulta determinante, a pesar de su condición de director igualmente inexperto, Nimrod Antal, quien resulta el cómplice ideal en su ejecución: confeso admirador de los thrillers antiguos, de ellos aprecia especialmente su simpleza y elegancia que resultaban más efectivas al tratar de calar en el espectador. Incluso se permite la sutileza de en momentos puntuales dirigir la cámara con segundas intenciones para sugerir qué podría pasar si quisiera entregarse a las emociones más básicas, si el guión quisiera ponerse vulgar y estridente. En su lugar, lo mejor de esta habitación ajada y roída es que frente a la agotadora competición por subir el listón y rematar una y otra vez a personajes y enemigos con mutilaciones sanguinolentas, se limita a crea empatía con el espectador. El resultado no es una película de culto ni la recordaremos por el resto de nuestros días, pero sí resulta lo suficientemente sugerente como para que la tengamos presentes cuando en mitad de la noche nuestro vehículo empiece a dar síntomas de que algo no huele bien bajo el capó.