La sutileza y la elegancia

Muchos se preguntaron, llegado el momento, qué había sucedido en los meses anteriores al 11 de septiembre. Cómo un atentado múltiple tan minuciosamente maquinado había escapado de los obsesivos controles de los diversos cuerpos de seguridad estadounidenses.
Una de las cosas en las que por aquel entonces estos se encontraban metidos era el caso de Robert Hanssen, un alto cargo del FBI que había estado durante años facilitando información sensible a la antigua Unión Soviética, pasando desapercibido para sus compañeros e incluso liderando grupos de investigación en que se buscaba el origen de las filtraciones. Su juego cambió cuando Eric O’Neill, asignado como su ayudante, logró ganarse su confianza para desde la proximidad contribuir a estrechar el cerco y permitir que se desvelase su verdadera naturaleza.

Este argumento, sin más aditivos, constituye la esencia de El Espía. Una película que parte del relato que el propio O’Neill hizo a su hermano de los hechos y que llevó a este último a pensar que estaba ante un material de primera para llevar a la gran pantalla, por lo que se hizo con el permiso del FBI y su colaboración para ilustrar los hechos. A partir de ahí, el reto podría haberse materializado de muy distintas formas, no en vano el cine de espías y lo que a este se le asocia imponía una conspiración salpicada de frenéticas escenas de acción, un par de giros de guión, un romance apasionado y unos discursos patrióticos bajo banda sonora. Todo para que el héroe icónico salvase el mundo en el último minuto de alguna forzada cuenta atrás. Nada más lejos del caso que nos ocupa.

En su lugar, los productores de El Espía eligieron a Billy Ray tras el visionado de El Precio de La verdad (en que el realizador contaba la historia de ascenso y caída del periodista Stephen Glass), imponiendo una naturaleza sustancialmente diferente, una forma de relatar que podría tener todos los elementos para aturdir a una gran parte del respetable al priorizar la sobriedad, las relaciones personales de los dos protagonistas y la propia tensión de la situación en que ambos se encuentran, mezclando lazos personales y mentiras ocultas.

Con esos rasgos puede que el público más nervioso se sienta desamparado ante la falta de acción explosiva, pero es difícil no caer en su atmósfera fría o sentir el respeto que desprenden las ojeras de Chris Chopper al interpretar a Hanssen en un papel muy superior y mucho más eficaz que el de Ryan Philippe (funcional en su labor de ‘espía del espía’). El temor que el veterano agente infunde con su sola mirada es una de las principales emociones que se van construyendo desde dentro del argumento para percibir una situación cuya intensidad surge de la verosimilitud y de las traiciones que ambos han de forjar mientras se esfuerzan en alterar el rostro para camuflar sus movimientos. La mayor sorpresa de todo el metraje la constituye la falta de la propia sorpresa ante lo que estamos acostumbrados, o que sin ella sea tan fácil dejarse llevar gracias a que todos los engranajes cumplen para meternos en la trama: la fotografía de Tak Fujimoto (Philadelphia, Señales, El Sexto sentido) captando el gélido y rancio ambiente de oficinas, o el trabajo ambientando sutilmente desde la banda sonora de Michael Danna (Little Miss Sunshine) son piezas que nos convierten en un espía más acechando desde la butaca, indagando en unos oscuros secretos que no por anunciados dejan de interesar en ningún momento.

Puede que las propias traiciones intestinas de los cuerpos de seguridad fueran los responsables de que el país más poderoso se viera noqueado durante horas por unos cuántos fundamentalistas exaltados, o puede que la misma debilidad burocrática que había trastornado a un neurótico perfeccionista hasta el punto de llevarle a vender información al enemigo, tuviese su papel en el desaguisado que cambió el mundo. En cualquier caso las complejas motivaciones de seres contradictorios como los que aquí se nos presentan son el mayor atractivo de una producción atípica, tan elegante como respetable.