Un pringado no lo es por la ropa que lleva, por la música que escucha, por sus aficiones freaks. No lo es por timidez, ni por bondad, ni por una educación determinada. La naturaleza del pringado no se altera cambiando sus hábitos, obligándole a dar pasos adelante con valentía, rodeándolo de gente de la que pueda aprender sus modos y contrastar sus rarezas. Un pringado lo es porque lo lleva en el alma. Porque cada uno de sus gestos son demostraciones de su naturaleza y porque todo lo que hacen está desprovisto de un sentido común en las formas.
¿Puede un pringado reeducarse? Esa es la pregunta que formula Escuela de Pringados, de Todd Philips, una propuesta que por momentos recuerda el cine gamberro farrelliano en que tan a gusto se han movido actores como Ben Stiller, habituado a desenvolverse en el terreno intermedio en que los personajes normales acaban comportándose como pringados (Duplex, Y entonces llegó ella), cuando no evolucionan desde esa naturaleza (Algo pasa con Mary) o son la mismísima sublimación del pringado (Zoolander). Es por tanto de justicia que Philipps le otorgue en esta cinta a Stiller un papel secundario para remarcar su aportación al género.
Antes habremos asistido, desde los primeros minutos de Escuela de pringados, a la triste vida de uno de ellos. Con su cara de bonachón, su torpeza congénita y la nulidad en las habilidades sociales es pasto para el abuso constante. Al bueno de Roger (Jon Heder) no lo quieren ni los descarriados a los que le asignan un hermano mayor para pasar el rato. El pobre va de golpe en golpe tratando entre humillaciones de encandilar a su hermosa vecina, objetivo a priori imposible.
Todo cambia cuando un día le llega la oportunidad de inscribirse en un curso ideado para sus congéneres, impartido por el maestro ideal para forzar el esperpento y contraponer a los alumnos atontados el pragmatismo del sarcástico y cruel mentor, el único Billy Bob Thornton. Además y por si fuera poco su asistente es Michael Clarke Duncan, un actor que como Ving Rhames explota el respeto que impone su inmenso físico para rentabilizarlo en su vis cómica.
Desgraciadamente, lo mejor de la cinta queda en ese planteamiento, se agota con la propuesta. La efectividad rauda del curso en quienes se suponía iban a ser unos hilarantes personajes lleva pronto a un argumento que se preocupa en hacer avanzar la historia más que en los gags y las situaciones absurdas, como debía ser su objetivo. Estas situaciones parecen tomarse con más seriedad que ánimo de revolcarse en lo grotesco, la humillación inicial que se intuía en los protagonistas queda relativizada por una irrelevante pugna entre alumno y mentor a la caza del pastel femenino en un terreno donde la previsibilidad no se ve amenazada ni por los intentos sorpresivos en el último tramo.
Parece pues que como ya anunciaba la carrera de Todd Philips una vez más nos encontramos ante uno de esos casos en que el transgresor domesticado por el poder de la industria vuelve a demostrar un conato de frescura aplacado por la conveniencia de rendirse a imperativos más poderosos, haciendo que lo que prometía acidez quede en algo insípido. Curioso que el cine y sus obsesivos criterios de producción desconfíen tanto de la rebeldía cuando productos cáusticos y corrosivos como Padre de familia son marcas de éxito repetidas hasta la saciedad en horarios de máxima audiencia.