El subgénero “dramedia romántica con adolescente que sufre enfermedad terminal” –ahí es nada– sigue acumulando muescas en su haber. Tras haber visionado en un corto espacio de tiempo Ahora y siempre y Bajo la misma estrella, la fórmula vuelve a repetirse: basada en una novela de Jesse Andrews (adaptada a la gran pantalla por él mismo), asistimos a una cinta dirigida principalmente a un público joven que todavía anda buscando su lugar en el mundo, luchando contra dudas existenciales que los adultos vemos ya como algo muy lejano.
Yo, él y Raquel –el título original hace alusión directa a la chica moribunda en cuestión– comienza rabiosa como un joven río, precipitando sobre nosotros un torrente de ideas donde cabe desde el ingenio puro y duro (la clasificación de los tipos de estudiantes de un instituto cualquiera) a los insertos de la animación stop motion más tradicional, usada aquí de modo alegórico. Además, desde el primer momento asistimos a un nutrido catálogo de recursos visuales: Alfonso Gómez-Rejón, director fogueado en series como Glee o American Horror Story, no tiene reparos en ir combinando sabiamente extraños giros de cámara, planos secuencia, rótulos superpuestos, cámaras lentas o travellings, y tampoco se deja llevar por la apatía habitual en otros realizadores a la hora de ejecutar los encuadres, el montaje ni la planificación de escenas. Esta pléyade de ideas, qué duda cabe, nos mantienen vivos y expectantes.
A mitad de camino entre la comedia costumbrista indie, las excentricidades –salvando las distancias– de la genial Scott Pilgrim contra el mundo y también del homenaje al cine clásico (apunten ahí ecos a las suecadas de Rebobine, por favor o a esa entrañable pareja de frikis de la serie Community que elaboran sus propias películas), el film consigue durante buena parte de su metraje distraernos lo suficiente –insistimos, sobre todo en su faceta visual– como para que no pensemos demasiado en su fondo.
Sin embargo, cuando el rugiente río inicial se va calmando y transcurre más plácido hacia su desembocadura es cuando van surgiendo las dudas respecto al resultado final. Ahí caemos en la cuenta de que a la historia le falta mordiente, ya sea por no haberle querido imprimir un punto más de locura o por la falta de algún secundario realmente memorable: ni el propio Earl, mejor amigo del protagonista, destaca demasiado. Además, las escenas más chocantes suelen intercalarse con otras donde dan ganas de bajarse del coche y empujar para que la cosa adquiera velocidad, de tanto como se recrean en sí mismas.
Cuando la resolución se va aproximando, el río se va estancando y apenas nos queda algún que otro conflicto previsible, reiterativo y aburrido para rellenar la falta de contenido a la que se han limitado los responsables de la cinta. El final logra cierto grado de emotividad, pero a esas alturas nos tememos que una parte del público ya se habrá agotado debido a la falta de alicientes añadidos, excepto quizá los tradicionales hipsters y gafapastas -no en vano fue la gran triunfadora del último festival de Sundance- que dirán maravillas de estos personajes resabiados (¿alguien dijo Juno?) y sus andanzas. Lo demás seguiremos hablando de oportunidades perdidas en un argumento que va de más a menos.