El cine de terror actual sigue ofreciendo de vez en cuando filmes con cierto atractivo y realizados con pericia, que logran que los aficionados al género sientan algo remotamente parecido a un reverdecer de los laureles del género. Sinister (Scott Derrickson, 2012) fue una de esas cintas que, pese a no brillar por su originalidad, al menos conseguía enganchar lo justo como para que no saliéramos echando pestes de la sala de proyección.
La segunda parte de la saga –como es habitual en estos casos, queda abierta la puerta para una nueva continuación– continúa a grandes rasgos a partir de donde nos quedamos en la primera entrega: un ex policía, amigo del personaje interpretado por Ethan Hawke en aquella, se dedica a quemar casas donde el demonio Bughuul podría estar todavía presente, para acabar con la maldición asociada a él. En una de dichas viviendas hay una mujer y sus dos hijos, que se verán implicados de manera importante en el desarrollo de la trama, que de nuevo tiene relación con el visionado de unos vídeos donde se muestran unos macabros asesinatos.
Asume la dirección el irlandés Ciarán Foy, apenas conocido por la resultona Citadel, ya que Derrickson anda muy ocupado en mayores lides: tras Líbranos del mal ha sido el elegido para llevar a la gran pantalla al Doctor Extraño de Marvel Comics. La consecuencia inmediata del relevo es que esta película, al contrario que su predecesora, no consigue promover el suficiente interés como para que lleguemos satisfechos a su conclusión. La sensación general es que estamos ante una historia rutinaria, insustancial y aburrida. Hay varias subtramas que se han puesto para rellenar metraje, pero obviamente no aportan nada (la del padre de los niños, sin ir más lejos).
Es una pena que casi todos los elementos resten puntos al resultado final. No se consiguen reproducir bien las inquietantes atmósferas que hallábamos en Sinister, ni hallamos una tensión bien dosificada: pasamos del sopor al salto en la butaca en cuestión de segundos, siendo martirizado el espectador con toda una retahíla de sustos telegrafiados acompañados de un subidón de música.
Que la película no se toma demasiado en serio a sí misma queda manifiesto en los pobres toques humorísticos que se han decidido insertar, así como en una serie de trampas de guion y recursos baratos que, esta vez sí, quedan bien patentes y pesan como una losa sobre el resultado final. Y mejor ni hablemos de la desastrosa resolución de todo el argumento.