Hace poco más de un lustro, el cambio de década conllevó la aparición de varias novelas donde los muertos vivientes invadían los universos de algunos clásicos literarios de toda la vida, con vistas a tratar de insuflar nueva vida a dicho subgénero de terror. Desde la irrupción de Orgullo y prejuicio y zombis hemos sido testigos de cómo otras historias foráneas (La isla del tesoro Z, R y Julie) o autóctonas (Lazarillo Z, Quijote Z) han dado pie a que un destacable número de autores se hayan animado rápidamente y sin rubor a poblar este nuevo terreno, inexplorado hasta aquella fecha.
La adaptación cinematográfica de la ocurrencia literaria –por denominarla de algún modo– de Seth Grahame-Smith que dio pie a esta nueva moda llega a los cines navegando entre varias aguas, a saber: el (relativo) respecto al original de Jane Austen, con sus cursilerías romanticonas entremezclándose con la reivindicación de la figura femenina en la sociedad; la violencia esteticista y sanguinolenta de Quentin Tarantino; y las conspiranoias propias del género zombi, con los humanos posicionándose en uno u otro bando según el provecho que puedan sacar de los seres putrefactos.
Por desgracia, la aproximación de la cinta a los personajes de Austen resulta excesivamente superficial, dando como fruto unos diálogos y situaciones que no pasan del mero cliché y la caricatura. Verbigracia, las cinco hermanas Bennet son bastante monas, pero en todo momento se nos está diciendo lo poco agraciadas que son. Además, hay detalles que parecen pergeñados por algún adolescente imaginativo que pretenda hacer un comic con sus colegas del instituto: la introducción de las artes marciales estudiadas en China y Japón chirría lo indecible.
Un gran problema del film, como señalábamos arriba, es su afán por querer tocar demasiados palos, sin terminar de definirse totalmente. En consecuencia, el público femenino que acuda a su visionado atraído por su contenido romántico y cursi (“El amor es el arma más peligrosa”, se llega a afirmar en una escena) saldrá espantado por la sangre y las moderneces visuales al servicio de la violencia; por el contrario, los amantes de los zombis sufrirán en sus carnes el aburrimiento de la cháchara victoriana y su lenguaje recargado, y les importarán bien pocos los pactos entre las familias protagonistas para conseguir un buen casamiento. En definitiva, es bastante probable que hacia la mitad del metraje no quede nadie en la sala de proyección que siga con atención lo que se está narrando.
Aunque resulta curioso ver cómo la buena educación británica de aquella época convive con un concepto tan fétido como el de los muertos vivientes, la película fracasa en ofrecer un entretenimiento digno. La explicación histórica que se nos da en sus primeros compases da bastante risa, y luego los zombis que aparecen tampoco se ajustan demasiado al canon: hablan, ponen trampas para los humanos, se transforman a medias hasta que prueban los cerebros de sus antiguos congéneres... Demasiados cambios para los puristas del género, nos tememos.
El ambiente de opereta no solo se limita a la historia, sino también a los escenarios, pese a que se respira un empeño por ocultarlo a toda cosa. El bajo presupuesto, sin embargo, no ha sido óbice para que se haya podido echar mano, intuimos que algo a la desesperada, de dos actores de Juego de tronos (Charles Dance y Lena Headey) para que con sus breves papeles llamen algo la atención sobre un producto torpe, que no sabe encontrar su lugar y decepciona.