Una de esas películas soporífera mientras la ves y fascinante cuando te la explican
“Acero contra acero: veremos qué corazón está más afilado”, musita el apasionado general Armand de Montriveau (Guillaume Depardieu) antes de acometer otro de sus infinitos asaltos amorosos contra Antoinette, la frívola Duquesa de Langeais (Jeanne Balibar). La reflexión de Armand constituye una excelente aproximación a la esencia de este film, un angustioso romance basado en una novela corta escrita por Honoré de Balzac en 1834 y ambientada unos años antes, entre la Restauración y el bonapartismo.
Y lo definimos como angustioso no sólo porque, como es habitual en Rivette, Armand y Antoinette terminarán por ser víctimas de la representación social en la que viven, y en la que se han acostumbrado a interpretar unos papeles de los que no podrán liberarse, frustrando su relación. También porque las estrategias formales de Rivette —esos planos teatrales, fijos; su exigencia de que prestemos atención a los gestos más nimios; la ausencia de música; los intertítulos extraídos del texto original que van puntuando irónicamente la acción y nos distancian de ella— hacen de La Duquesa de Langeais una experiencia ardua, insoportablemente aburrida en muchos de sus 135 minutos.
Esta opinión despertará la risa de quienes admiren a Rivette y hayan disfrutado de sus dos adaptaciones previas de Balzac: La Bella Mentirosa (1991), que rondaba las cuatro horas; y Out One: Noli me tangere (1971), que duraba ni más ni menos que trece horas, y que hoy sólo puede verse en una versión ‘reducida’ de 255 minutos. Pero quien no conozca o comparta las constantes del autor, destinadas precisamente a cuestionar las expectativas del público y a subrayar el aspecto artificioso de la Historia y de las historias, puede volverse loco esperando una intriga romántica llena de emociones y topándose únicamente con un ejercicio de ficción ensayística.
Ésta no deja de ser, todo hay que decirlo, fascinante: Rivette integra los telones de apertura y cierre de “la obra” en la narración, transforma a los personajes en poemas o en dramaturgos de sus propias existencias… pero aquí es donde tocaría debatir si el cine puede ser atractivo estimulando el intelecto y desdeñando las emociones. Porque lo cierto es que las virtudes teóricas de La Duquesa de Langeais no camuflan la aridez de lo que acontece ni lo discutible de algunas interpretaciones. Y resulta curioso que, como ya pasaba en una película similar en algunos aspectos a ésta, Lady Chatterley, su responsable máximo se olvide de su atonía cuando el drama se precipita, y empiece a recurrir a insertos y a efectos escenográficos que dejan en evidencia, tiernamente, que al fin y al cabo Antoinette y Armand tienen una vida propia, la que les concede nuestra empatía, y no son exclusivamente títeres en manos de un realizador conmovido, cuando ya es demasiado tarde, por las incertidumbres y desgracias de sus criaturas.