Ni los gestos ceñudos del reparto ni la ampulosa puesta en escena camuflan lo endeble del guión
Siendo como es bastante mediocre, el segundo largo cinematográfico del por lo demás televisivo Paolo Barzman —partiendo de la novela homónima de Matt Cohen, autor fallecido en 1999 de quien en España sólo se ha publicado “El Médico de Toledo”—, tiene el mérito de atreverse a combinar las dos maneras de trasladar a la pantalla el holocausto judío que han competido por ganarse desde el final de la Segunda Guerra Mundial la bendición, más que de los espectadores, de las víctimas.
Y es que la historia de Melanie (Susan Sarandon), una niña superviviente al campo de concentración de Drancy (instalado por los nazis en la Francia de Vichy) que, pasadas cuatro décadas, acoge en su hogar familiar de Quebec a Chris (Gabriel Byrne), un chaval del que estuvo enamorada en Drancy, y a Jacob (Max Von Sydow), protector de ambos jóvenes en el campo, intenta recrear los traumas de los protagonistas y los consiguientes efectos psicológicos sobre las relaciones que han establecido a lo largo de sus vidas apelando tanto a la representación mediante flashbacks de lo ocurrido en Dracy como al recuento obsesivo de los hechos por parte de Melanie.
La película se debate así entre dos concepciones creativas contrapuestas: la narrativa dramática de los hechos que ejemplificaría La Lista de Schindler, y la que niega al holocausto la posibilidad de representación, como propugna entre otros Slavoj Zizek, y considera factibles como mucho los testimonios a lo Shoah o la reflexión (algunos niegan, de manera talibán, hasta eso. A propósito precisamente del film de Paolo Barzman, Hilario J. Rodríguez ha escrito que “del holocausto es mejor no ocuparse, ya hemos dicho demasiado sin haber estado allí”; echando por tierra en una sola frase el sentido titánico de la actividad intelectual).
De cualquier manera, en Aritmética Emocional ni el ayer ni el hoy sojuzgado por el pasado adquieren dimensiones reveladoras. Por culpa en primera instancia de un guión flojísimo, lastrado por graves inverosimilitudes de base y por la presunción de que basta con enunciar determinados temas de peso para calar en el ánimo del espectador; así como por una torpe estructura de conversaciones a dos bandas que, aunque pueda sonar grotesco, nos recordó a la Saraband de Ingmar Bergman; y por una fotografía y una puesta en escena ampulosas, que otorgan a la ficción un dramatismo impostado al que contribuye con su gesto ceñudo un reparto que, observado con atención, oscila entre lo desorientado (Gabriel Byrne, Max von Sydow) y lo histérico (Susan Sarandon, cada día menos convincente).
En estas condiciones no sirve de mucho que al actor más entonado, Christopher Plummer, le caiga encima además el personaje más interesante, un marido víctima de alguien, Melanie, que ha hecho a su vez de su condición de sufridora casi una profesión. Es muy poco sumando para una película que intenta, haciendo honor a su título, enunciar teoremas de alta matemática humana, sin haber sabido resolver antes operaciones cinematográficas elementales.