La desconfianza en los procedimientos habituales de producción, hace que Outlander se nos presente con todo el aspecto de limitarse al sucedáneo múltiple, un refrito de Alien Vs Predator de paseo por la Tierra Media. Por el mismo motivo, cuando a los pocos minutos parece intuirse una atmósfera diferente, las dudas se dirigen entonces a la capacidad financiera y medios de su propuesta: si sus entornos digitales esconden más de lo que muestran, si sus actores sobreactúan, si su vocación comiquera no es excesivamente chirriante, si faltan extras o si sus lustrosos protagonistas (Jim Caviezel, John Hurt) han sido contratados de forma rocambolesca para ser únicos reclamos de una producción de serie B a la que se le descontroló la codicia o los aires de grandeza.
No obstante con el paso del metraje, a pesar de sus momentos cuestionables y su estructura mejorable (pero sobre todo liberada de los obsesivos criterios de producción habituales) descubrimos que ni todo en Outlander es cartón piedra, ni el monstruo que parecen esconder a falta de mayores recursos es un monigote de feria adquirido a precio de saldo. Incluso pasando por encima de lo superficial de sus personajes que se limitan a darse cabezazos entre ellos cuando tratan de comunicarse o mostrar vínculos, llega un momento que asumimos con naturalidad lo que aparentaba ser un limitado registro, y mientras este crece nos lleva cómodamente a través de una función a la que no le falta creatividad y valentía.
Es cierto que su cruce de Depredador y Alien levemente aderezado por Tolkien son influencias que sus autores no esconden, si bien subrayan especialmente una sobre las anteriores: Beowulf. Como referencia no es la primera vez que oímos hablar del poema épico que inspiró al creador de El Señor de los anillos. En su moderna actualización el año pasado ya tuvimos la adaptación animada de Zemeckis a mayor gloria de las salas Imax y quienes querían ver a la Jolie en cueros virtuales. Aquí, en el cruce con las anteriores impone algo de pastiche de ficciones que se exalta más si cabe en su trama: un tipo conocido por haber interpretado a Jesucristo en la versión gore de Mel Gibson, se estrella en su nave en plena era vikinga. Allí una bestia salvaje empieza a acumular cadáveres para un festín. El héroe viajante, inicialmente tomado por una amenaza y retenido cautivo, se ganará la confianza de sus bárbaros captores para salvarles de un futuro aciago. Moza apasionada y guerrera tendrá su papel por el camino.
Los clichés comiqueros que delatan la mayor afición de sus responsables (Howard McCain y Dirk Blackman, que de contar con un currículo nulo van a pasar a estar muy ocupados en cosas como Conan, Amazon o una nueva enrega de Underworld) también se terminan suavizando a medida que su historia logra captar nuestra atención, ajena a toda reflexión o pretensiones que no sean usar el género como vehículo de la imaginación (valiéndose para ello de la libertad de cargas de no tener que arrastrar con una saga o marca consolidada).
Víctimas de los prejuicios hasta el último momento, alcanzado el minuto 90 es posible que se nos haga cuesta arriba una nueva acometida del tercer acto que no tuvo suficiente con la que aparentaba ser la traca final. Ahí se nos impone otro escenario para una nueva lucha cuando ya estábamos cerciorándonos de no dejar nada en la butaca. No obstante, nuevamente logra ganarse la atención y llevarnos a base de más furia descerebrada hacia el definitivo desenlace.
Es difícil identificar si con estos rasgos se hará con algo más que con un puñado de freaks que seducidos por alguno de sus rasgos y la libertad de su propuesta la sobrevaloren y en un paso discreto por la cartelera la recuerden hasta una continuación que abandone su personalidad. Pero ante el mimetismo “creativo” y los tics inevitables de las superproducciones al uso, su aspecto de serie B esmerado que se va creciendo merece un reconocimiento y aprecio hacia su mezcla imposible de anacronismos, paleoencuentros y demás delirios que si bien hacen su ficción excesiva, también la hacen más jugosa.