El fenómeno de la precuela como ampliación de saga ya no es algo novedoso. Se ha convertido en un instrumento más con el que llevar a cabo el aprovechamiento de un nombre, de seguir abusando de él sin necesidad de añadir más números romanos a sus espaldas. En muchos casos, el salto hacia atrás puede servir para rellenar huecos de argumento, para explicar lo no explicado y dar a los seguidores la curiosidad de cotillear en el pasado de sus personajes ficticios. No obstante, en el lenguaje propio de la película, esas omisiones, esa presentación de personajes en una determinada situación sin más presente y futuro que el de su metraje, funcionan de forma autónoma siendo parte del entorno de lo relatado. Con lo cual, de por sí no hay necesidad de dar explicaciones, de revolver en el pasado para buscar una ampliación de la historia ni en la mayoría de los casos de seguir hacia delante.
Lo cierto una vez más es que tanto en la precuela como en la vulgar secuela, todo depende de los dos mismos parámetros de siempre: el propósito comercial, el propósito de autoría. Cuando el de comercial está muy por encima del de autoría, cuando son muchas más las ganas de seguir sacando dinero que de hacer las cosas por el ánimo de crear, contar o dar forma a algo, entonces nos encontramos con algo similar a El Exorcista: El Comienzo, que tiene el único mérito de reunir con valentía la suficiente desvergüenza para coger un mito del suspense y convertirlo en una autoburla de sí misma, si bien desgraciadamente de forma inconsciente.
La que es una de las mejores aperturas de una cinta de estas características, aglutina en apenas dos minutos lo único que de ella vale la pena. Hace pensar en una producción grande, en verdaderas ganas de hacer de ésta la ocasión para contar todo lo necesario del inicio de las posesiones. Una iglesia en un lugar imposible, enterrada bajo tierra en el lugar mismo en que el diablo cayó al ser desalojado de los cielos. Hay ambiente, hay promesas. Pero desde la primera aparición de Stellan Skarsgård, acabado ese impresionante plano, todo se va torciendo exponencialmente. Con un papel más propio de un Bruce Willis preparando alguna aventura antiterrorista que el de un padre abandonado por la fe, él y su alcoholismo forman parte de la necesidad de cumplir con cada uno de los estereotipos que se van sucediendo con exageración infantil, participando todos de un ritmo descompensado. En un minuto se puede plantear introducción y tres cuartos de nudo, posteriormente se nos abandona entre diálogos en tierra de nadie a esperar las más abominables prácticas del susto de altavoz.
La propuesta tramposa en desenlace para recoger interés quiebra la escasa coherencia de lo antes visto. La aparición posesa sale de las puertas del pasaje de terror de parque de atracciones dominguero para comportarse como un enemigo de final de fase en videojuego pasadito. La dialéctica diabólica se acerca más a la lucha de ajos con el vampiro pesado de turno que a la librada entre el bien y el mal sin el más mínimo respeto al poder de Satanás. Ni el empeño en hurgar iglesias abandonadas o revolver en tumbas en forzado horario nocturno, ni los excesos gore o algún que otro homicidio infantil impresionan a nadie que haya superado la incomprensión a la figura del teletubbie. El resto, se sentirán más cómodos con el género Scream puro y duro. Está incluso más bien hecho, y por más que Izabella Scorupco (modelo, cantante, actriz y chica Bond...) ejerciendo de médico esté más preparada para ilustrar portada de revista de moda que para sanadora del tercer mundo, allí hay más carne fresca para distraer sus hormonas.