La obra teatral de Oscar Wilde escrita en 1893, en su momento de mayor fama, ya tuvo ocasión de ser llevada a cine hace más de 50 años. Ahora, siguiendo con los motivos por los que una película vuelve rehecha a la palestra, Oliver Parker participa en su retorno con el bagaje de otra adaptación de Wilde en el año 99, Un Marido Ideal, también con el protagonismo de Rupert Everett y en que él mismo participaba como actor.
En teoría –y en propósitos– esta ocasión sirve para contemporaneizar la obra (aún ubicada como película de época) y aprovechar para reflejar algo más del interior de sus personajes. El folletín resultante, tiene los justos argumentos a favor para explicar su regreso. La vida disoluta en cómico contraste con las apariencias, el enredo trenzado con lo que a día de hoy ya no es revolucionario por muchas veces visto, por más que en el momento de estampar la firma fuera excepcional, no evitan que aquí de principio a fin la implicación sea la misma: ni poca, ni mucha.
Por más que basada en un texto que por lógica es antecesor de la mayoría de los practicantes de éste tipo de comedia, llega a aparentar una autoparodia por falta de suficiente credibilidad emocional ante todo lo que puede acabar pasando. Esas relaciones que van encajándo en un puzzle perfecto tras el momento en que todo parecía imposible, se resuelven porque han de resolverse, sin dudas, incertidumbre, ni en definitiva mayor tensión o alicientes que los de muchas otras historias.
La idea parte de dos mujeres enamoradas del nombre de Ernesto, y por él de dos hombres que por defender una falsa identidad lo han venido utilizando y no pueden mantener la relación que quisieran sobre esa falacia. Esto puede dar para más o menos según se lleve, y da como resultado una sucesión de confusiones que sólo dibuja algunas sonrisas y ocasionalmente una cierta simpatía con algunos de los implicados.
Estos, los personajes y sus interpretes, no son los culpables de no sacar el máximo rendimiento. Cuenta con Judi Lench (que ya se llevó un Oscar de secundaria por Shakespeare in Love en otra adaptación), Colin Firth (pareja ficticia de la cada día más estomagante Bridget Jones), el ya mencionado Rupert Everett (compañero de Julia Roberts en La boda de mi mejor amigo), y las réplicas femeninas a estos dos últimos por Frances O’Connor (la conocida madre de Inteligencia Artificial) y Reesee Whitherspoon. Ella se hace así con otro papel fuera de los clichés del cine adolescente y más superficial donde ha protagonizado desde Crueles Intenciones a Una rubia muy legal pasando por Pleasantville, y que une pues a La Feria de las Vanidades, estrenada el pasado año si bien es posterior a esta cinta (del 2002, incluso anterior a otra inmersión en su rancio género con Sweet Home Alabama).
Llevando sus interpretaciones con corrección, son parte de una agilidad de guión que no parece encontrar el pulso completo. Al guión de Parker le sobra clase, pero su clasicismo quizá choca con la saturación de género. Debió de confiar en algo más que en un nombre respetado por méritos centenarios y el hecho simple de devolverlo a la actualidad para beber de sus cualidades. Aunque atreverse a retocar líneas de Wilde roce el sacrilegio y lo útil es vestir con su nombre y recuperar algunas de sus señas.