Una mezcla demasiado mal hilvanada como para que acabe funcionando.
Sumergido en uno de sus conocidos movimientos cíclicos, el mundo del audiovisual americano parece obsesionado en los últimos tiempos con revisionar los cuentos de hadas de toda la vida. Ya sea desde la óptica televisiva –Grimm, Érase una vez– o desde la pantalla grande –Caperucita roja, Alicia en el País de las Maravillas–, parece que ningún título del género pueda librarse de caer en las garras de una industria con una acuciante escasez de ideas.
Dentro de esta dinámica, 2012 tiene todas las trazas de convertirse en el año de Blancanieves, ya que el título que aquí nos ocupa es sólo el primero de tres, al que seguirán la versión que cuenta con el reclamo de Charlize Theron y Kristen Stewart, rematada por una peculiar interpretación a la española dirigida por Pablo Berger e interpretada por Maribel Verdú.
Quizá Blancanieves (Mirror, mirror) no sea tan bochornosa como apuntaba su cansino tráiler –uno de esos que destripan todo, chistes más destacados incluidos–, pero desde luego la sensación que nos queda al abandonar la sala de proyección es negativa. El guión de Melisa Wallack y Jason Keller parece haberse fijado como objetivo reinventar la historia clásica manteniendo el aroma original, y basculando en difícil equilibrio entre la comedia, el romance, la acción y la parodia autoconsciente –pretendidamente socarrona– del propio género de los cuentos, al rebufo de la saga de Shrek. Todo ello para pretender ofrecer un producto apto para todos los públicos (algo que acaba siendo, en el peor sentido del término). Una mezcla demasiado mal hilvanada como para que acabe funcionando a poco que se le exija unos mínimos a la película, y con absolutamente nada que ver con los resultados de La princesa prometida (Rob Reiner, 1987), cinta con la que se le han querido ver puntos en común.
Echando mano de un humor bastante básico –sólo aparecen leves toques de ingenio en alguna de las intervenciones de la odiosa madrastra a quien da vida correctamente Julia Roberts–, lo cierto es que estamos ante un filme plano, soso y sin chispa, que opta por desperdiciar y sumir en roles patéticos al príncipe –un auténtico hombre florero– y a los siete enanitos, a quienes reinterpreta hasta dejarlos bastante irreconocibles. Los forzados toques de feminismo, que terminan por convertir a la insípida Blancanieves en una especie de ninja, se antojan como una mera extravagancia en un conjunto que derrocha frivolidad y que evita bucear en la parte más oscura de la inmortal historia de los hermanos Grimm.
Si algo cabe destacar es el diseño de producción y el peculiar magnetismo visual de Tarsem Singh, realizador que sabe crear imágenes impactantes que a veces obnubilan y tratan de ocultar con astucia las carencias del guión, como sucedía en la reciente Immortals. Pese a todo, el talento del indio se ve diluido en su trabajo más claramente orientado hacia las masas –compárese con The fall: El sueño de Alexandria–, y la potencia de sus imágenes apenas se percibe en detalles aislados: la introducción animada, la entradas en el espejo de la madrastra, los diseños de los vestidos en las fiestas y poco más. El resto es un Singh domesticado, a años luz del barroquismo del que ha dado buena muestra en el pasado, y que al servicio de un buen guión puede crear títulos perdurables en el tiempo y la memoria.