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Blade Runner

Ficción de culto

Un artículo de Francisco Martínez Párraga || 06 / 1 / 2004


Pero antes de llegar a este nivel de reconocimiento, la cinta habría de recorrer un largo camino a lo largo del cual supo ganarse la admiración de una fuerte legión de fans y el respeto de críticos y estudiosos, que hicieron olvidar la relativa incomprensión de buena parte de la audiencia y de la crítica en tiempos de su estreno mundial. Y aún antes de esto, las escaramuzas de una producción nada fácil que vio enfrentarse a realizador y productores, a protagonista y director, descartarse sucesivos guiones y modificarse el montaje final, que Scott recuperó recientemente en su edición del director.

El resultado final, cualquiera que haya sido la versión que presenciasen, demuestra que Blade Runner supo mostrar una realidad disfrazada de esplendor, en la que el hombre se ha contentado con que la naturaleza haya sido arrasada y las personas vivan entre los desperdicios de una cultura rapaz, en el seno de una sociedad éticamente abominable. Belleza y decadencia son una sola cosa en Los Ángeles del año 2019, y esta combinación extrañamente nos seduce, involucrándonos directamente en el mensaje del film.

Dentro de un género tan estereotipado como el de ciencia-ficción, Blade Runner es un film único. No es una película acerca de científicos locos, ni de héroes indestructibles que salvan al mundo. Incluso su protagonista, Harrison Ford, conforma un personaje apático, marginal, casi un antihéroe. Tampoco plantea una lucha entre el bien y el mal representados por dos fuerzas completamente antagónicas: la misión del "buen" policía se pone en tela de juicio y la búsqueda de los "malos" replicantes se ve reivindicada. A diferencia de otras películas futuristas de temática social como Metrópolis, Blade Runner no describe una revolución de las masas, sino una del espíritu. Tanto es así que el protagonista, parte integrante del sistema represivo de la autoridad, reconoce en sí la llama del inconformismo avivada por sus emociones, que junto con la revelación final que representa el extraño comportamiento del androide Roy Batty en la azotea, lo llevan a rechazar a través de la huida todo un sistema de valores falsos.

Los efectos visuales, anteriores a la era digital -afortunadamente- son otra muestra del genio y la imaginación de Douglas Trumbull (2001: Odisea del Espacio), quien nunca necesitó de las técnicas de animación digitales para lograr resultados perfectos. Más bien al contrario, esta escasez de efectos no atenta contra la credibilidad de la historia, ya que es el comportamiento de cada una de estas criaturas lo que revela de manera inequívoca su verdadero ser.
La técnica puesta al servicio del argumento. Esa misma técnica que nos advierte ante la posibilidad de que el mundo hasta ahora conocido se desvanezca para dejar paso a un cosmos donde se confundan los límites entre el bien y el mal. En la ficción, nuestra especie se corrompe bajo el yugo del poder infinito, mientras que la rebelión de las máquinas nos empuja a identificarnos con hombres de corazón de acero pero que luchan por el único fin noble de toda la trama: su supervivencia y su libertad. Es precisamente este anhelo de libre albedrío el que lleva a Roy Barkin a sentir emociones humanas justo antes de su muerte. Un desenlace final que, paradójicamente, consigue humanizar un mundo depravado a través del comportamiento de un androide. Un verdadero ejemplo de que la tecnología no es buena ni mala en sí misma: todo depende del objeto con que se use. El fin no justifica los medios.



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